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Mostar, la llave de la guerra o la paz

Acabo de enterarme de la dimisión, el pasado lunes, de Hans Koschnik, el administrador europeo de Mostar encargado de reunificar la ciudad bosnia, dividida entre los croatas de la Herzeg-Bosna y los musulmanes. Las líneas que siguen intentan aclarar la situación de Mostar.Siempre he sentido una especie de resistencia interior cuando he tenido que hablar de un amigo difunto, de un pariente desaparecido, o escribir una necrológica. Quizá se trate de una actitud frente a la muerte, una manera de no aceptarla. Ese mismo sentimiento lo experimento ahora que me veo obligado a ofrecer mi testimonio sobre Mostar, mi ciudad natal, la más dañada, la que ha sufrido la peor de las destrucciones en el curso de esta guerra. Se ha convertido en la llave de la guerra o la paz en este país martirizado.

Otros han descrito ya sus heridas y sus ruinas, la cruel devastación de la orilla izquierda del Neretva, el río "más límpido y transparente del Adriático y del Mediterráneo", ese lugar donde sobrevive, en sótanos sin techo, una población diezmada, en su mayoría musulmana. En el otoño de 1995 ya recordé en estas páginas el acto innoble de esos vándalos que destruyeron el célebre Viejo Fluente, origen y símbolo de la ciudad (Mostar significa en nuestra lengua guardián del puente y, según la etimología popular, viejo puente), magnífica construcción, obra maestra de la arquitectura otomana, levantada por uno de los mejores arquitectos de Solimán el Magnífico, Haïrudín, en 1566 según la era cristiana y en el año 944 de la hégira. Los que lo destruyeron acabaron adrede con un símbolo del pasado islámico de una región, de la que pretendían apropiarse, a la que querían depurar étnicamente. Ninguna razón estratégica justificaba tamaño acto.

Acto que no puede imputarse a los habitantes de Mostar. Oriente y Occidente se han codeado mucho tiempo en la ciudad sin verdaderos choques.Durante siglos, las tradiciones bizantina y latina se mezclaron allí, con tolerancia y comprensión. El componente islámico dejó su impronta en la fisonomía básica de la ciudad no sólo sin desnaturalizarla sino embelleciéndola. Mostar fue durante la II Guerra Mundial un centro de la Resistencia, en la que participaron en igual medida los bosnios. musulmanes (laicos y creyentes), los serbios ortodoxos y los croatas católicos exentos de nacionalismo clerical e intransigente. Nuestros cantos -croatas, serbios, musulmanes- son los mismos. Los matrimonios mixtos eran muy numerosos.

Los alrededores de la ciudad siguieron en esa época, en gran parte, una vía diferente: la de la separación, la de la colaboración. Durante la . ocupación, al principio de la II Guerra Mundial, la Ustacha masacré a muchos serbios, y numerosos croatas, que no tenían nada que ver con esos secuaces de los nazis, tuvieron que expiar injustamente los crímenes de estos últimos. Eso dejó huellas profundas. La historia parece repetirse. Desde su inicio, he visto en la guerra actual un conflicto ligado esencialmente a la memoria.

Como sucede con frecuencia en el litoral mediterráneo y en sus tierras del interior más próximas, los habitantes de las ciudades y las de las regiones vecinas son muy diferentes. No estábamos siempre en buenas relaciones con los vecinos de nuestra ciudad, a los que tratábamos de paletos o de destripaterrones que pregonaban un nacionalismo y una intolerancia religiosa feroces. No hay que olvidar que esta misma región se escindió con el cisma cristiano, casi milenario. En este espacio de ruptura se insertó un enclave islámico, dividido desde siempre entre serbios y croatas. Le era muy difícil encontrar su identidad, "demasiado pequeña para ser un lago, demasiado grande para ser engullida por la arena" (según los términos empleados por el novelista de origen bosnio Mehmed Selimovitch). Pese a su origen común, sus hermanos eslavos consideraban a estos musulmanes traidores a sus nacionalidades respectivas. Los chetniks serbios los masacraron durante la II Guerra Mundial en las mismas regiones -no lejos de Srebrenica o Gorazde- donde acaban de perpetrarse nuevos exterminios. En el perímetro mediterráeo hay lugares donde se acumulan contradicciones hasta que acaban explotando.

En vísperas de la guerra viví una experiencia especialmente reveladora cuando murió mi padre. Ruso blanco venido de Odesa en 1921, conoció en su juventud a Berdalev, cuyas ideas ecuménicas adoptó; se casó con una croata católica de Herzegovina; me bautizó en la confesión de mi madre, sin aceptar "la locura del cisma". En su testamento expresó el deseo de tener un entierro "ecuménico", con las plegarias unidas de un cura católico, un pope ortodoxo y un pastor protestante. Los altos prelados no permitieron a sus subalternos esta especie de funeral meteco, que sólo aceptó un pastor protestante venido de lejos. Una persona, sensata, de credo musulmán, declaró en aquella ocasión: "Llegará el infortunio a una ciudad en la que ni siquiera se puede decir en común una plegaria".

Estas palabras me vienen a la mente cuando veo en mi Mostar natal la iglesia ortodoxa y varias mezquitas completamente destruidas, y la iglesia católica donde iba de pequeño a arrodillarme, dañada para siempre. El episcopado y el clero católicos han entrado en conflicto con los miembros de la orden franciscana, y han arrastrado a la población en su disputa pueblerina. Los primeros consideran el próximo peregrinaje a Medjugordje como una burla; los otros, como un milagro. Los recién llegados a la orilla derecha del Neretva traen al seno de la ciudad un nacionalismo fanático, ajeno a los viejos croatas de Mostar, enarbolan banderas de la Ustacha y quieren a toda costa seguir separados de la orilla izquierda, donde millares de musulmanes mueren de hambre y de frío. ¡Bonito ejemplo de misericordia y de caridad cristianas! Los "serbios" comenzaron a destruir Mostar tan brutalmente como Sarajevo; los "croatas" han consumado la destrucción. Entrecomillo "serbios" y "croatas" para diferenciarlos de los que, como yo, se distinguen y avergüenzan de ellos.

En Mostar, en mi casa paterna, atadas con una cinta verde oscura en el fondo de un viejo arcón, se encuentran una decena de cartas que Berdaiev envió a su joven discípulo. Mi única esperanza es que, en alguno de los innumerables pillajes, un ladrón robe ese pequeño legajo antes de que nuestra morada sea destruida.Predrag Matvejevitch, actualmente profesor de Eslavística en la Universidad La Sapienza de Roma, es autor, entre otros libros, de Breviario mediterráneo (Anagrama) y Le Monde-Ex (Fayard, 1996).

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