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Sortilegios y simifusas

Por regla general, las grandes religiones asentadas en nuestro mundo adolecen de dos defectos incomodísimos: 1. han de ser practicadas a través de intermediarios, y 2. siempre cuentan, por definición, con una referencia máxima a la que no es lícito censurar. No en balde se trata de Dios. De un ser bueno, eterno, omnipotente e infalible, de un todoterreno al que también debemos la existencia. No cabe deuda mayor, desde luego, y tal vez por ello la entrega y la sumisión (dicho sea sin ánimo de señalar) sean requisitos indispensables para participar correctamente en este tipo de elevaciones.Existen, sin embargo, creencias más simples que ni siquiera son consideradas como tales; por la oficialidad. Convicciones menores que a la postre superan a las religiones imperantes y que cumplen mucho mejor la función mística para la que éstas fueron inventadas. Esto es: consolar al que se sabe, diminuto y garantizarle que sobrevivirá tras la muerte. Lo primero, sin duda, es cierto en mi caso: me arredra el cosmos y me subyugan sus distancias. Y lo segundo, lo de la inmortalidad, no es sino un peso gigante, un triste anhelo, un verdadero disparate que me acecha a través de un embrión atómico, de un estafilococo, de un gen o de cualquier putada de ésas que se gasta el cuerpo humano.

Pero esto es teoría agonizante. Criptón sobre metano. Porque tal vez yo esté equivocado y en realidad sí exista un Dios que nos vele desde la eternidad. Tal vez mi mente, por menguada, no alcance a comprender el silencio divino; tal vez, incluso, algún día, en el más allá, servidor tenga que morder el polvo y reconocer ante las centurias celestiales su soberbia y su ignorancia, y darse unos cuantos cabezazos, arrepentido, contra una nube, o contra el tipo de paredes que usen por allá. Lo haré si llega el caso, empeño mi palabra, pero hasta entonces prefiero aletear por mí mismo y alimentarme de sustancias tangibles.

Y como sea que el proselitismo es condición humana, y como sea que, a mi pesar, humano soy yo, deseo exponer a continuación algunos puntos que den impulso a mi culto. Yo pertenezco a un grupo de gente que apenas habla entre sí. Somos individuos callados, hippies de nacimiento, y no tenemos templos o explanadas donde reunirnos al atardecer. Nos recreamos a solas, no admitimos intermediarios y tampoco esperamos recompensas excelsas, porque ya desde aquí, de vez en cuando, tocarnos el infinito. Nosotros, en fin, amamos a los Beatles. Nuestra sede social mental está en Liverpool, y pese a todo, sí coincidimos en algo con los católicos: también tenemos un diablo. ¡Los Rolling Stones!, esos mamarrachos viscosos que no dejan de berrear. En Madrid (junto a Nueva York y Río de Janeiro, uno de los santuarios con más adeptos a la causa) conviven multitud de corrientes beatlelianas. Pero las rencillas son sólo etéreas; o como mucho, sentimentales. Así, la llamada célula de Zaragoza, trasladada a Madrid hace ya algunos anos, ocupa en la actualidad dos zonas bien diferentes: Torrejón de Ardoz y la calle Pensamiento (conocido reducto de ideología heavy metal, entre Cuatro Caminos y Tetuán). Son puristas, emocionales, con una parsimonia natural que les induce a respetar el orden establecido. Al este, ocupando Chamartín, se solaza la facción más dura del ramo: los integristas. Aquí no se admiten herejías. Se abomina de toda creación posterior a la separación de los Beatles y se reniega de experimentos turbios, como este maldito montaje de Free as bird, con la voz de John Lennon embalsamada. De la calle de Vallehermoso, otrora centro de referencia y consulta, no queda ya nada, y parte de su anterior contenido se ha trasladado a Las Rozas. Son Los de Balsaín, gente fiel al espíritu de The Cavern, aunque algo contraria a la época de Hamburgo, y ante todo, a la influencia de Linda Eastman sobre Paul.

Existen también, como no, apóstatas confesos que no han sabido soportar el embate de los decenios. Cuarentones huraños cuya facción más relevante tiene su sede en la calle Celeste, cerca de Arturo Soria, donde impera la amargura y se enferma de nostalgia. Pobres: hoy maldicen a los de Liverpool, pero por no poder amarlos más.

En cualquier caso, los seguidores de los Beatles no nos hacemos valer. Nuestra candidez roza lo intolerable y esta actitud queda condensada en una anécdota que viví hace tiempo, cuando las hijas de un amigo casi me provocan un ataque al corazón. Sonaba en su casa Help, la versión verdadera, y una de ellas escupió una frase que jamás olvidaré: "¡Andá: si es la canción de Bananarama!". Mis ojos quedaron en blanco, naturalmente, y desde entonces, un tic: contemplo a las quinceañeras con muchísima aprensión.

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