Plaza cubierta
Llama una redactora de la revista taurina que edita Toresma, la sociedad adjudicataria de la plaza de toros de Las Ventas.-Estamos elaborando una encuesta sobre la necesidad de cubrir la plaza de toros de Las Ventas y quisiéramos saber tu opinión.
-¿Y quién ha tenido la peregrina ocurrencia de decir que sea necesario cubrir la plaza de toros de Las Ventas?
-Cantidad de gente. Es un tema que ha levantado gran polémica; ¿no lo sabías?
-Bueno, últimamente no salgo mucho.
-En cualquier caso: ¿eres partidario de que se cubra la plaza, sí o no?
-No.
Me precipité a la calle para participar en la polémica, presentar moción, subir a la tribuna de oradores en defensa de la plaza de toros de Las Ventas y los aficionados que la frecuentan, pero debí de equivocar la ruta: en parte alguna encontré a nadie que se hubiera planteado la cuestión.
La propuesta, sin embargo, existe. Algunos opinan que una cubierta detendría el viento y propiciaría que lidiadores y aficionados permanecieran a cuerpo enjuto los días de lluvia. Es obvio que, bajo techado, nadie se moja. Mas para prevenir tal albur -par de días al año; acaso ninguno- el resto de la temporada, que dura ocho meses, primavera y verano incluidos, la afición habría de someterse a una siniestra servidumbre y a los madrileños les trocarían en un adefesio de cemento el histórico coso, cuya arquitectura forma parte de las señas de identidad de la ciudad.
Si los toros fueran en Estocolmo, uno habría respondido sí a la encuesta, pues las ventiscas álgidas y las copiosas nevadas se compaginan mal con la lidia. Pero son en Madrid, donde la primavera transcurre cálida y florida, el verano abrasador, hay años de pertinaz sequía, y bajo estos condicionantes manda la razón que forme parte del color, la alegría y la diversión del espectáculo contemplarlo desde un espacio abierto, respirando libremente los aires serranos.
Plaza cubierta será la de Carabanchel, si acaban de construirla alguna vez. Se trata de un concepto distinto, que presentó como una de sus ofertas de mejora de la barriada el actual equipo de gobierno del Ayuntamiento. Sería polivalente e incluiría los elementos ambientales precisos para mantener la ventilación y la temperatura adecuados, a fin de que el coso no apestara a cuadra y boñiga, consecuencia de la naturaleza de los festejos taurinos, donde se mueven caballos, toros afeitados o sinafeitar -allí mismo muertos, destazados y despiezados- y una alborotona parada de cabestros cagones.
La plaza de Carabanchel, que incluye en el mismo bloque locales comerciales y estacionamiento, se empezó a construir hace dos años, pararon las obras y ahora aquel lugar es un desastre. Los munícipes debieron creer que con la rehabilitación de la plaza de toros daban una satisfacción a los aficionados madrileños, y estaban equivocados. Los aficionados madrileños en realidad habrían preferido que se restaurara el viejo coso, titulado Vista Alegre o, según castizos, La Chata, pues viven de sus recuerdos, entre los que alientan pasajes de la historia del toreo, parte de ellos acaecidos dentro de aquella placita familiar. Los aficionados a los toros en realidad son unos románticos.
Que esta segunda opción supusiera rentabilidades económicas saneadas a la remozada Chata, ya es distinto asunto. En los viejos tiempos se decía de la plaza de Vista Alegre que cuando el metro llegara a Carabanchel, habría allí llenos diarios y se convertiría en un emporio. Y no hubo tal. En cuanto dispusieron de metro, los aficionados carabancheleros lo aprovecharon para ir a Las Ventas, que es donde de verdad les gustaba ver los toros.
El atractivo estribaba en que toros de acreditada bravura e irreprochable integridad, toreo ejecutado en forma, público que exigiera ambos elementos esenciales de la lidia, sólo podían encontrarlo en Las Ventas. Igual décadas atrás que en el momento presente, a salvo atropellos diversos incardinados en la progresiva manipulación y consecuente, decadencia que viene padeciendo el espectáculo taurino en los últimos años.
La regeneración de la fiesta pasa por restaurar sus valores tradicionales; no por meterla bajo techado, y menos aún teniendo que emprender para ello una reforma costosa, cuyos únicos beneficios serán los que les reporte al adjudicatario de la obra.
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