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Tribuna
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Convicciones y evidencias

En épocas electorales cobra especial exactitud la afirmación de Marcel Proust según la cual "las convicciones crean evidencias". Es un hecho de experiencia que cualquiera que sea el partido que las utilice, las técnicas propias de las campañas han disminuido la importancia de los programas en favor de la cara de los líderes en los que se prefiere personalizar la competición. De ahí derivan después algunas de las debilidades advertidas en la orientación posterior de los grupos parlamentarios y en el comportamiento de sus integrantes. Los elegidos se saben deudores de la figura del líder, cuyo nombre y cuyo retrato han puesto como el de Francisco Alegre en los carteles de la fiesta electoral. De ahí al predominio del culto a la personalidad del candidato supremo, aunque ello fuera en demérito de los valores y propuestas ofrecidas a los convocados a las urnas, hay un trecho muy, corto que con frecuencia muchos franquean con tanto provecho como desenvoltura.Así las cosas, la primera tarea para poner en órbita un verdadero candidato fue la de convencerle de su triunfo. Esos trabajos culminaron en el pasado congreso del PP, donde, como escribió Canetti, no se podía respirar porque todo estaba lleno de victoria. Observemos que, por primera vez en unas elecciones generales, esa tarea se ha cumplido plenamente por lo que respecta a Aznar. Enseguida surge la oportunidad de verificar además el principio según el cual las actitudes sociales se configuran en relación con las expectativas. De todas partes acuden solícitos los voluntarios en socorro del preconizado vencedor. Cunde la apuesta a favor de pronóstico, se acelera el vértigo de caballo ganador. Entonces pueden observarse reacciones varias. Por ejemplo, de entre la hueste del candidato máximo surgen animosos los camisas viejas, poseídos de cuánto les debe la victoria cantada, dispuestos a cerrar el paso a tanto oportunista del último minuto y empeñados en frustrar la asimilación tergiversadora intentada por quienes sin haber soportado el peso del día y del calor, ni haber rendido el trabajo de quienes, como ellos, fueron jornaleros de la primera hora, pretenden ser equiparados en el reparto del salario del poder.

En otro ángulo de este cuadro social puede verse, bien definido, a un grupo, con los tonos verdes de la envidia, que se acoje resuelto al falso consuelo de la zorra y fingiendo daltonismo se desgañita en su proclama de la inmadurez de las uvas del gobierno ajeno. Cabe reseñar también a los generadores de insatisfacción que, confundidos con los aguafiestas profesionales y apegados, a una cierta estética antimultitudinaria, impugnan el principio de March Bloch -"il faut s'engager pour connaître- y aparecen con la indumentaria de los provocadores, propensos a encontrar en todo aplauso un cierto coeficiente de vileza. Invocan para ello la prevención de Don Quijote a su escudero cuando exclamaba aristocrático: "Bien se ve Sancho que eres villano, de los que gritan ¡viva quien vence!" Y, llegados a este punto, vengarnos a Borges/Valdano para reconocer que "el cobarde muere mil veces, el valiente sólo una".

Además de los iluminados dispuestos a cantarnos las verdades del programa, se divisa a un buen sector de socialistas "en la fase melancólica del examen de conciencia", "en busca de la palabra esencial", contrarios a cualquier "ejercicio de banderizo obtuso" del que tanto abominaba Manuel Azaña. La cuestión es que muchos de los que aceptarían como un uso saludable la alternancia que se augura temen que al producirse el grupo de historiadores de combate establezca una cabeza de playa y reescriba la historia de los últimos trece años en tales terminos de absoluta miseria que a ellos sólo se les ofrezca la disyuntiva de abjurar del arrianismo socialista o quedar en su defecto incorporados al vertedero de la denigración y de todas las negruras.

Mientras, los especialistas de la tensión quieren volver a los perfiles antagónicos, se entusiasman poniéndonos ante la España de la rabia o de la idea y quieren que nos reencontremos en el paroxismo unamuniano. Olvidan que don Miguel, como recuerda Juan Marichal en su libro El secreto de España, limitaba sus ardores bélicos al ámbito de su intimidad cuando escribía "por lo que a mí hace sé decir que mientras yo viva no faltará guerra civil en un rinconcito ... de la España espiritual ... en mi conciencia".

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