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El pito del sereno

Una vez había (y sigue habiendo) una viuda muy madrileña y muy felina con carné del Atlético desde el día de su bautizo. Se llamaba, doña Trini, pero todo el mundo la conocía como doña Lamprea, por ser más escurridiza que un pez y por su sorprendente parecido con Chus Lampreave.. Tenía un hijo treintañero, de nombre Vicentín, que era como una fotocopia del actor Guillermo Montesinos.El mozo le salió lagartón, mujeriego, chuleta, noctámbulo, enemigo del balompié, amigo de trapicheos y alérgico a los estudios y a los estadios.

Doña Lamprea, modista jubilada, no vivía en la opulencia, pero disponía de una cuenta corriente nada vulgar y una casita en Alpedrete. Además, su cartilla de ahorros se incrementaba cada semana con la confección casera de diversos objetos relacionados con el Atlético de Madrid: bufandas, cojines, viseras, colchones en miniatura, panegíricos, escarapelas, banderines, muñecos rojiblancos de trapo e insignias bordadas con oropeles.

La buena mujer se había desvivido en vano para dar estudios a su vástago, pero Vicentín sólo consiguió graduarse en golfería. Una noche, hace tres años, fue detenido en el transcurso de una redada policial en Lavapiés. El joven llevaba encima un muestrario barroco de sustancias narcóticas. Salió de la cárcel con el rabo entre las piernas y más miedo que vergüenza. Aprovechando esa circunstancia, doña Lamprea le puso los puntos sobre las íes: "Juro por mis, muertos que si no te pones a trabajar te desheredo y dejo todo mi patrimonio al Atlético de Madrid". Vicentín vio las orejas al lobo y se puso a buscar colocación sin éxito alguno. Entonces la madre le matriculó en un, curso de árbitros. Para asegurarse, que asistía a las clases, doña Lamprea iba con él todos los días y permanecía haciendo punto en un rincón del aula.

Vicentín sacó el título de colegiado no por sus conocimientos, sino porque los profesores no encontraron otro medio de quitarse de encima a la señora.

Estrenó su diploma dirigiendo un encuentro regional en Fuenlabrada. Irrumpió en el campo con un primoroso traje color malva, confeccionado por su madre, que provocó alaridos en las gradas. El partido acabó como el rosario de la aurora, porque el trencilla, ensoberbecido, se puso a pitar como un loco sin conocimiento de causa. Expulsó a siete jugadores, señaló otros tantos penaltis, escupió al banquillo, anuló tres goles y obsequió al respetable con varios cortes de manga a lo largo del encuentro. Lo mantearon sin piedad, le abrieron la cabeza, le fracturaron la clavícula, le rompieron dos costillas y le hicieron tragarse el silbato.

Un año después, recuperado de sus lesiones, el flamante referee volvió a la carga en Valdemoro. En esta ocasión, la astuta doña Lamprea ideó un plan para controlar los desatinos del cucaracha. Le impartía órdenes Y sugerencias por medio de un walkie-talkie. En cuanto los espectadores se percataron de la patraña, se organizó la marimorena. El encuentro duró cinco minutos. Madre e hijo pernoctaron en comisaría.

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La solución a todos los males llegó como un regalo del destino. Vicentín se enamoró el año pasado de una señorita atlética más forofa que doña Lamprea. La boda fue un alirón. Suegra y nuera se han aliado y le tienen sometido a un marcaje riguroso. Mientras ellas ven los partidos desde sus respectivos abonos, el cuitado vende a voz en grito en la puerta del Vicente Calderón las baratijas colchoneras que elabora la madre. En diciembre nació su hijo. Ellas, sin consultar para nada con el padre, le han impuesto el nombre de Radomir o Gil. Y Vicentín, ajo y agua, es el pito del sereno.

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