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Las chabolas de La Celsa ya no existen

Treinta años de chabolismo han pasado a la historia. Las favelas de La Celsa, el poblado más antiguo de la ciudad, desapareció ayer con el derribo de sus últimas casetas, cuando se cumple un año de la visita de los Reyes a ese gueto.Los pobladores de sus 109 chamizos viven ya en 96 casas bajas con aspecto de búnker -situadas a pocos metros de donde estaban las chabolas- y en 13 pisos repartidos por la ciudad. Pero la entrega de llaves no conjura todos los problemas de esta barriada gitana, considerada durante años un supermercado de la droga y azotada por el analfabetismo, las toxicomanías y desempleo.

Las nuevas casas están pintadas de verde y azul para mitigar la dureza de esta barriada que rodean desmontes y carreteras. Desde el lunes, los chabolistas hicieron la mudanza de manera escalonada. Sobre cada caseta vacía caía inmediatamente la excavadora.

Ayer se ejecutaron las últimas demoliciones y traslados; y para el mediodía, lo que hace una semana era una abigarrada, inhóspita y tercermundista barriada se convertía en sólo un barrizal. Sólo dos construcciones quedaban en pie: la guardería y la Unidad de Trabajo Social (UTS) del Consorcio para el Realojamiento de la Población Marginada.

El traslado de 13 familias a bloques de pisos se realizó hace ya varios meses. Todo este realojamiento fue prometido por el Ayuntamiento y la Comunidad para 1988. Pero se fue dilatando después del parón sufrido por las obras en 1992 tras la suspensión de pagos de la constructora, la empresa Grecsa.

Las trifulcas institucionales por ver quién asumía éstos y otros gastos relacionados con el chabolismo provocaron una parálisis de dos años en los trabajos. Los retrasos han ido encareciendo la construcción, cuyo coste final ha rondado los 900 millones.

Entre los recién trasladados hay opiniones para todos los gustos. Algunos se muestran encantados de vivir por fin en una casa en condiciones. Otros no acaban de asimilar un alquiler de 11.000, 13.000 o 15.000 pesetas mensuales, además del agua y la luz. Y casi todos se quejan de que las casas carezcan de las tradicionales salamandras, unas estufas formadas por un tambor para quemar leña y un tubo de salida de humos. "Es que estos radiadores eléctricos salen muy caros y no calientan nada", comentan.

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PASA A LA PÁGINA 3

"Ahora tenemos que acabar con la droga"

VIENE DE LA PÁGINA 1Pedro Barrull, su esposa y sus 10 hijos son de los que están encantados con el nuevo piso. La casa es un constante trasiego de chiquillos de todos los tamaños. En medio de esa marabunta sólo figuran los muebles imprescindibles. "Por fin tenemos una vivienda en condiciones, con espacio y dos retretes que funcionan", explica este hombre de 42 años que trabaja como conserje en el colegio del Pozo del Tío Raimundo.

"Lo único problemático es pagar 12.000 pesetas mensuales de alquiler; yo gano unas 140.000 en mi trabajo, pero entre el préstamo que he tenido que pedir para comprar muebles, los recibos y alimentar a toda esta tropa habrá que hacer muchos sacrificios", añade.

Su hija Eugenia, de 20 años, que vive con su marido en otra casa, cree, sin embargo, que con el dinero que ellos dos obtienen vendiendo fruta podrán pagar bien la renta.

Descenso del trapicheo

"El problema de este barrio ha sido y es la droga, tenemos que conseguir cortar con eso porque si no vamos mal", apostilla Barrull. A él le habría gustado que el Tío Aquilino, uno de los hombres de respeto del barrio, se hubiera quedado en las casas bajas, pero prefirió ir a un piso en Madrid Sur.

A escasos metros, los augurios de este vecino cobran significado. Un grupo de toxicómanos de los que antes acudían a las chabolas se acerca a las nuevas casas para comprar papelinas. Esta imagen se asocia a otras como las costosas furgonetas y vehículos aparcados delante de ciertas viviendas y las apabullantes alhajas de oro que llevan encima algunas mujeres.

Sin embargo, entre los colectivos sociales que trabajan en la zona se extiende el convencimiento de que el trapicheo ha bajado considerablemente desde hace cuatro años. No ofrecen una explicación unánime ni clara. Puede deberse a una fluctuación del mercadeo de heroína o también, según aseguran una y otra vez educadores y trabajadores sociales, al coste que la venta de droga ha tenido en las familias: hijos drogadictos (entre ellos, varios menores), muertes por sida, prostitución y encarcelamientos.

En 1991, La Celsa era la meca de los toxicómanos, con un reguero constante de personas que acudían a comprar su dosis a cualquier hora del día o incluso de la noche.

Noelia Montoya, de 65 años, no está muy convencida con el cambio de casa. Ella, su marido, su hijo y una sobrina vivían en la zona más habitable de La Celsa, la colonia de Manuel Jiménez, formada por prefabricados con agua y servicio, aunque muy desvencijados por los años transcurridos. Disponían de agua, luz y retrete.

"Allí teníamos tres habitaciones, y una sobrina que me cuida podía vivir con nosotros, pero aquí nos han adjudicado una casa de sólo dos dormitorios y ella tiene que irse por la noche; además, las casas están mal acabadas y vamos a pagar más recibos", explica. "Eso sí", reconoce, "hay más limpieza".

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