Una cuestión de confianza
El Madrid se exhibe ante un errático Joventut
A la postre, todo radica en la convicción, cualidad tan extraestadística como fundamental. El Real Madrid, en la competición doméstica, la posee a raudales. El Joventut adolece de ella hasta el punto de convertir un conjunto de buenas individualidades en un colectivo, errante, triste, sin capacidad para sobreponerse al más mínimo de los contratiempos. En estas circunstancias, el debate resulta imposible. El otrora clásico enfrentamiento entre dos potencias nacionales ha dado paso a un choque sin lustre, una lucha entre un equipo en alza y otro que tiene en su propia debilidad psicológica el peor de los enemigos y el mayor de sus lastres.
El Madrid, por encima de otras virtudes baloncestísticas, vive una etapa de reafirmación. Su comportamiento en la cancha cuenta con un motor básico, su confianza en lo que realiza. Y la confianza puede convertir a un jugador mediocre en bueno, lo mismo que su carencia transforma a un buen jugador en mero comparsa. Alejadas las dudas metafísicas que la presencia de Sabonis provocaba, sus patrones de juego son más uniformes. Imprime una velocidad de crucero elevada y sus jugadores parecen haber llegado a ese punto donde son capaces de dar buenos rendimientos a altas revoluciones. Cuentan con una mayor libertad de movimientos e incluso parecen disfrutar de lo que hacen. La solidez que les otorga su pareja de pívots Savic y Arlauckas permite el atrevimiento de los hombres exteriores, completando un cuadro de lo más saludable.
En las antípodas se encuentra el Joventut. Su falta de convicción es alarmante, por encima de otros, problemas puramente estratégicos. Sin confianza, sus defensas alternativas se convierten en coladeros, los lanzamientos a canasta en constantes dudas (¿entrará o no tocará ni aro?) y el rebote terreno abonado para el adversario. Es hoy día el Joventut un equipo ramplón, triste, irreconocible en la mayoría de sus elementos. La negativa transformación de los verdinegros tiene un exponente claro: Tomás Jofresa. Uno de los jugadores más determinados de nuestro baloncesto, ambicioso, explosivo, de moral inquebrantable, ha dado paso a un hombre cuya presencia en la cancha no pasa de ser testimonial, perdido en un conjunto errático, donde si no llega a ser por los apellidos que recuerdan momentos más felices, sería imposible reconocer.
Partido, lo que se dice partido, no hubo. El Madrid campeó exultante durante los 40 minutos y le bastó dificultar el juego de White (acabó metafóricamente descalzo, pues se tiró hasta las zapatillas) para disfrutar de una mañana idílica. En siete minutos doblaba al Joventut (20- 10), en el descanso había duplicado la diferencia (57-36) y poco después tocaba techo (69-42, minuto 25).
De ahí al final, sólo quedaba la búsqueda de la centena, conseguida in extremis por Pablo Laso, el que más interés puso en ella. Después de 15 días de apretado calendario, Obradovic se dio el gustazo de rotar a sus hombres, dar descanso a los titulares, probar tácticas y deleitarse con el ambiente festivo que la exhibición blanca provocó en los 9.000 espectadores presentes.
El Joventut, en lo que a táctica se refiere, también lo intentó, pero hay cosas que no se pueden dibujar en una pizarra. Malos augurios corren por Badalona. Buenos jugadores no siempre garantizan un equipo competitivo. Y es que cuando no se cree en lo que se hace, cuando no existe química, cuando nadie es capaz de convencerse a sí mismo y a sus compañeros de su valía, la solución no pasa por el parqué. La principal virtud del Madrid fue el peor defecto del Joventut. Así, 22 puntos resultaron escasa renta para tamaña diferencia de actitudes.
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