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Agua

Las grandes tormentas y otras aguas caídas durante unos días puede que hayan significado la conclusión de la sequía en Madrid, pero no es prudente confiarse y la municipalidad debería estar alerta, pues enseña la experiencia que tarde o temprano el problema ha de volver.Desde pequeñito viene uno oyendo hablar de la pertinaz sequía, ha conocido épocas de restricciones, rogativas en los templos y descubiertas de la feligresía portando a los santos en procesión. para implorar la lluvia, siniestros augurios de gentes cultas que consideraban la ausencia de lluvias el signo anunciador de peores fenómenos climatológicos y tras ellos una progresiva sucesión de cataclismos cósmicos, que supondría el fin, del mundo.

Nunca se llegó a semejantes extremos y cuando ya parecía cercan o el valle de Josafat, rompía a llover agua misericordia. A veces bastaba con inaugurar la Feria del Libro. Madrid siempre fue así de imprevisible y contradictorio, alarmista y pelma, en lo que a la lluvia se refiere. Por eso los madrileños de toda la vida apenas prestan atención a los pesimistas vaticinios que sobre el agua han estado haciendo estos meses atrás los agoreros espontáneos y los institucionalizados.

Las gentes cultas se renuevan, pero no sus ideas. Las formulan con el convencimiento de que son fruto de la modernidad y en realidad suenan a vieja cantinela. Las instituciones se suman a sus propuestas y las convierten en campañas intensivas. Es lo peor que le puede suceder a la ciudadanía. Cuando. los ciudadanos actúan- según la guía y bajo la permanente presión de las campañas, pueden acabar cazando moscas. Durante los pocos meses que duró la última pertinaz sequía, muchos madrileños estuvieron metiendo una botella en las cisternas de los retretes -según recomendaban los campañistas- y acababan rompiendo la fuminalla. Otros tantos no se bañaban, decían que por ahorrar agua, y si iban por ahí oliendo a tigre (o quizá a conejo sancochado; dependía de la constitución de cada cual) ése era su marchamo de ciudadano ejemplar.

Algunos eruditos sostienen que las pertinaces sequías de pasadas épocas apenas incidían en la sociedad civil porque nadie se lavaba, ni se mudaba, ni jugaba al golf, No les falta razón, seguramente: la mayoría de los madrileños -sostienen quienes solían cotillear a sus vecinos- se duchaban si habían de ir al médico, los sábados alternos y el día de la boda; cambiaban de camisa y de ropa interior cada cuatro posturas (podían ser siete), y al golf no les daba la gana de ir nunca jamás.

Ahora bien, no está en absoluto demostrado que a esos madrileños y los de su especie les haya entrado la afición al agua con la llegada de la modernidad. Cualquier olfato normal detecta el tufillo a cadaverina encebollada que despiden muchos cuerpos y las prendas estilo pobre de pedir que los cubren. Y tampoco es muy frecuente contemplar cómo los compañeros. del taller salen con los palos de golf a orearse en la pradera. Ese dibujo que se ha hecho del hombre moderno -pulcro, higiénico, ecologista y deportivo- a lo mejor no pasa de ser un mito.

Y sin embargo se debería ahorrar e agua en previsión de lo que vaya a. suceder .O por lo menos, no gastarla en tonterías. El propio Madrid es un ejemplo del disparate acuífero al que pueden abocar una ciudad los delirios de sus regidores. Hay Algunos actualmente -y tampoco faltaron tiempo atrás- que quisieran transformar Madrid en Dublín, o en Londres, o en Amsterdam, o en Río de Janeiro, o en las capitales más ubérrimas del universo mundo, y diseñaron al efecto parques y jardines con, amplias áreas de brillante césped, plantas exóticas, exhuberantes macizos florales, bosque tropical. Pero mantener semejantes edenes precisa agua abundante" y permanente.

Y como de vez en cuando azota Madrid la pertinaz sequía, una de dos: o se deja agostar todo, o se han de meter en la floresta. mangueras y riegos por aspersión utilizando las preciosas reservas de agua, mientras se difunden campañas para compensar el gasto y conseguir que los madrileños se laven menos, dejen de acudir al gol, metan botellas en las cisternas de sus retretes, aún a riesgo de descabalar las fuminallas.

Madrid nunca será un ameno pensil, por mucho que se empeñen unos cuantos ediles enloquecidos. Ni tampoco hay que sentirse acomplejados por eso. Con cuidar la flora propia de su severo clima mesetario y tener la ciudad limpita, aseada y en orden, nos sentiríamos bien gratificados,y contentos los madrileños.

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