El caso del voraz estadio
De pronto, un domingo cualquiera, el rugido habitual de gol se alargó por lo menos una o. Ya no era iGJHUOOOL! sino iGJHUOOOOL! Una diferencia sutil, pero apreciable. En el alargado salón de nuestro ático pensamos distraída, mecánicamente, que alguien de casa había marcado. Y que- debía de ser un gol especial para alargar así el rugido. Seguimos con nuestra apacible tarde -leer, scrabble, charlar, crepúsculo, regar, película-, sin ni siquiera sospechar todo lo que esa o añadida suponía. Pocas veces una o ha dicho tanto, como no sea la O larga y negra partida trazada en jeroglífico en la pared por mi tatarabuelo astrónomo mientras bajaba a un cadalso que le habían montado con un criterio recurrente en nuestra historia: "España no necesita de sabios".Cuando digo que alguien de casa había marcado lo digo literal, geográficamente. Pues mi casa cuelga encima del estadio del Real Athletic Club Imperial de Fútbol, aunque afortunadamente de espaldas. Nos ahorramos así la visión del estadio, que no obstante oímos. Cuando nos pasamos a vivir aquí, la mitad de los miércoles y domingos teníamos que escuchar la docena de rugidos del minotauro que se despierta en el estadio cuando hay partido, y que ruge no sólo cuando hay gol sino también cuando no lo hay y de pura frustración la bestia reclama el corazón crudo de un árbitro casto, Para zampárselo. Mas lo peor era que ya por entonces el alcalde le tenía al minotauro un miedo cerval y permitía a sus adoradores que en las cercanías del templo hicieran con sus coches lo que les diera la gana. Y lo hacían. Y nuestro derecho constitucional a usar nuestros coches quedaba suspendido. Y sigue quedando.
Comprendo que a los jóvenes todo esto les suene al tiempo en que los guardias amenazaban a los novios con llevárselos por darse un besó. En lo que a mi experiencia se refiere la historia que todos conocemos comenzó, con aquella O de más. En el Estudio Estadio de la noche esperé con curiosidad a ver aquel gol excepcional que había, podido incluso oír, de espaldas, pero me encontré con un mediocre gol de chiripa y fuerza bruta.
Sólo cierta perspectiva permite ver que aquellas insignificancias eran augurios. No sólo ese aferozamiento del minotáurico rugido dominguero, con oes cada vez más largas y cargadas de odio. También la progresiva aparición, en los programas deportivos, de entrenadores negociantes y presidentes, de clubes hablando como centuriones a punto de entrar en Roma sin permiso. Y en particular el presidente del Imperial, el de mi casa, el ínclito, el ineflable, el terrible Piedro Pómez de ojos legañosos y cazalla en la sádica carcajada con que amenaza a la metrópoli. Al principio muchos le reían las gracias. Hoy sólo los imbéciles. Esperemos que no sea tarde. Porque con un oído de viejo lobo Piedro Pómez supo escuchar qué pedía la bestia en. el rugido. Y se lo fue entregando: entrenadores que supieran más de guerra que de fútbol, futbolistas que, permitieran lucirse a los cronistas más gritones. Un buen jugador dejó de ser el ingenioso, el elegante, ni tan siquiera el que metía goles, sino aquel que cupiera en un mote, a ser posible bélico, el que tuviera un tabique de platino en su nariz enferma de polvo, o inmigrantes a los que se pudiera humillar, insultar, escupir.
Minucias. Detalles para entretener a historiadores adictos al jogging de las notas a pie de página. Lo que importa es lo que empezó a suceder en torno del estadio. Como si no le bastara su condición de insólita pirámide, ese súbito crecimiento, de la noche a la manana, como si cenara vitaminas de ladrillo. O esa cosa, mezcla de cafetería, supermercado y discoteca que le salió como u n forúnculo en un costado.
Sobre todo, esos forasteros que aparecieron por el barrio, por completo ajenos a nuestra normalidad.Nada que ver con los padres e hijos que se pasaban antes el testigo de la afición. Y no lo digo porque se vistieran de colorines. Lo. digo por su comportamiento: al principio daban voces, golpeaban bombos, asustaban a los niños con sus trompetillas. Nos preguntábamos de dónde venían, eran cada vez más. Luego empezaron a eructar,, blasfemar, soltar alaridos sin alegría, como insultos. En los comercios, pese al maná de domingos que parecían agostos, Ya no hacían tanta gracia pero aún así los empleados les reían las monerías, les cantaban los himnos, miraban para otro lado cuando sonaban hallazgos como el que escuché el último sábado de fútbol: "Quien no es español es un hijo de puta". Algo incompatible con la misma frase -cámbiese la patria- oída en la vieja Europa hace diez, veinte, cincuenta años en varios idiomas, países, autonomías o campanarios, en campeonatos de fútbol como de mus, eso es indiferente, pero no creo que el tribuno pudiese comprenderlo: un ser de mirada torva que se tambaleaba entre dos botas de dar patadas y una cinta que le ensanchaba la frente.
Ahora son cientos, miles, diez iles, incontables. La vida cambia cuando llegan en autobuses que su ben sobre las aceras como columnas vencedoras, yo creía que desde lejanas y brumosas tierras pero el otro día me encontré a Pascual, mi farmacéutico. Eructaba, coreaba himnos y enarbolaba el puño, como muchos. Siempre están reclamando una ven ganza, se pintan como apaches, con menos gracia pues sus pinturas. son banderas, exigen la adhesión inquebrantable y a veces q quieren dirigir el tráfico. Al alcalde y al gobernador les debe de parecer bien, pues no dicen ni hacen nada. Seguramente a ellos también les gusta el fútbol. A casi todo el mundo le gusta y no todo el mundo grita ni se pinta:, cierto. Veintidós jugadores, un campo verde, un balón... Sin embargo está claro que la frontera a la que todo ese entusiasmo se acerca no es precisamente una portería.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.