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Tribuna
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Rivera, el pitufo sabio

Ramón Martínez frotó una lámpara en las planicies de Puertollano. Por arte de magia, de la mecha salió un niño de Primaria que llevaba una pelota de humo cosida al empeine. Se llamaba Rivera.Entonces, Ramón hacía la Ruta de los Descampados; su trabajo consistía en reclutar promesas, así que dedicaba los fines de semana a recorrer canchas, patios, plazuelas y otros terrenos de juego, en busca de cualquier traza de talento. De esta manera, en Avila encontró a Álvaro, en Leganés a Víctor, en el Teide a Sandro, en Villaverde Bajo a Raúl, y en Paraninfo a Morán. Un día, en Puertollano, encontró una lámpara. Por si acaso, decidió frotarla con un pañuelo blanco.

Terminado el ejercicio de magia, cogió del brazo al chiquillo de Primaria que tenía un empeine de seda, se lo trajo a Madrid, le dio un baño de alpaca en la sala de trofeos, y lo matriculó en BUP y en Ciudad Deportiva. Cuatro años después, Alberto Rivera es el geniecillo de La quinta Quinta.

A pesar de ello no hay que confundirle con un niño prodigio; es, en todo caso, un hombre precoz. Analizada por elementos, su figura tampoco admite dudas. Tiene el mismo porte que Emilio Butragueño, lo cual le valdrá el escepticismo de algunos críticos apresurados: son los mismos desertores del rugby que ponían objeciones al pequeño Maradona, sin darse cuenta de que, con veinte centímetros más, Diego se habría convertido en King Kong; es decir, en Jackie Charlton, Horst Hrubesh o, en el mejor de los casos, en Kalle Rummenige. Lejos de ser un defecto, su breve estatura y bajo centro de gravedad proporcionan a Rivera el dominio de dos de los arcanos del juego: el misterio de la agilidad y el secreto del equilibrio. Gracias a ellos disfruta de una particular facilidad para moverse en los remolinos del área y para recuperar la vertical perdida en los azares del choque.Sin embargo, su verdadera grandeza está en su juego. Aunque tiene un mando a distancia en cada bota, nunca ha sido un malabarista superficial: dotado de un exquisito manejo de balón y de una profunda visión de la jugada, es capaz de reducir la maniobra más compleja al gesto más sencillo. Por eso, su valor más admirable es su capacidad de síntesis. Un toque es todo lo que Rivera necesita para burlar al central, sortear al libre y someter al portero.

Una vez más, estamos ante un crack disfrazado de gnomo; habla como un niño, pero se expresa como un hombre. Es natural: él tampoco vende voz: sólo vende estilo.

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