Últimas historias del Circo del Sol
Poco antes de la función de las siete de un sábado de primavera, Diana, La intérprete de las estrellas, se puso los brazos en jarras y exigió el mismo rango y focos que su marido Pito, el payaso alto que hacia pareja con Pote, el payaso bajo. Le explicaron que su trabajo de lectura de los astros era el más lucido e importante pero ella no quiso saber nada: quería verdadero maquillaje, quería focos y risas, quería que se le cayeran los pantalones y quería recibir tortazos y también darlos. Igual que su marido. Cierto que no sabía tocar la trompeta, como Pito, ni el violín, como Pote, pero no importaba: aporrearía un tambor. ¿Acaso no era música?Para entonces ya varios síntomas preocupantes se habían producido en el Circo del Sol (antes, mucho antes, Circo de la Puerta del Sol). Ese mismo invierno, por ejemplo, Conchita la trapecista, La Gaviota del Firmamento, apareció un día con mallas azul-lavadora en lugar de las plateadas de Olimpo que lucía habitualmente y que además hacían juego con las de sus dos compañeros: Jimmy y Johnny.
Nadie dijo nada porque desde el principio el Circo del Sol respetó siempre los caprichos de sus artistas, consciente de que eran manifestaciones de su talento. Al cabo de dos días, sin embargo, gracias a la coincidencia de Conchita en el espacio y de un grupo de espectadores en el mismo ángulo de visión de Johnny, el musculoso Ángel del Aire que tenía que recibir a Conchita después de un salto moral y medio, la prensa revelé que si La Gaviota usaba mallas azules era para no distinguirse tanto de sus jóvenes admiradores, uniformados todos con vaqueros. "¿Por qué no puedo ser como los dernás?". Convenció: Johnny y Jimmy pasaron directamente a usar vaqueros y se cambiaron el nombre por el de Los cowboys del aire.
Con la llegada de los, calores, los leones decidieron que rugir en el fondo, un trabajo muy poco natural. Hacía tiempo que los rugidos habían pasado a ser manifestaciones de especies poco evolucionadas. Exigieron pues la correspondiente paga extra: una televisión en sus camerinos para poder seguir la Liga y otros programas de humor. Dicho y hecho. De inmediato se les instaló la televisión, y pronto se advirtió qué inocente pero qué inmenso error se había cometido: trastornados por el fútbol y por las horas y horas de declaraciones liantes de los entrenadores y presidentes de club, los leones ya no querían saber nada, no ya de rugir, sino tan siquiera de chupar el colmillo o desenvainar la garra. Apenas salían a la pista central -también exigieron coincidir con el descanso de los partidos-, daban un par de vueltas y se volvían a coger el mejor sitio del sofá. Ya podían amenazarles con el látigo. Además, Manolo, el domador, había olvidado su difícil juventud de robacasetes y ya no quería vengarse del Universo. Era incapaz de fustigarlos. A sus floridas amenazas en jerga de penal, los leones respondían con una mirada que no admitía interpretación. Una niña de cuatro años llegó a preguntar un día en la primera fila: "¿Por qué los leones tratan tan mal al domador?" Lo que pasó después resulta demasiado triste para contarlo.
Pero el punto de verdadera inflexión en que coinciden los historiadores y columnistas, el hecho definitivo que marcó la decadencia como en su día la marcó la construcción de un pesebre de marfil para Incitato, el caballo de Calígula, fue la sustitución por el rinoceronte Federico del elefante Leopoldo, que hasta el momento había ejercido con discreción y honradez como jefe de pista y preservado el circo contra las facilidades de la posmodernidad. Federico amenazó a las pulgas amaestradas, extorsionó a las jirafas con las fotos de una fiesta, entreabrió maletas de billetes de procedencia sospechosa y se exhibió vestido en chándal con un lenguaje zafio que provocó el entusiasmo de algunos periodistas y risitas de conejo entre el público. Se hizo con el poder, aunque sólo él; entre todos, hubiera comprendido esa frase de político.
Poco después se hizo videoadicto. Enganchado por azar un lunes de descanso en una excursión a El Pardo que hizo la gran Familia de la Carpa, como les gustaba llamarse, el rinoceronte descubrió que con el vídeo no había riesgo de que los elefantes sufrieran fétidos empachos de cacahuetes, que se notara lo fea que era July, la domadora de los caniches, o que a él se le oyera el acento trabado por el anís en la segunda representación de los domingos, aparte de otras innúmeras ventajas.
Así, en los momentos arriesgados se comenzó a proyectar la correspondiente escena sobre una pantalla gigante que pendía sobre la pista central, y que poco a poco fue ganando más espacio en la función. Para resolver el problema de los espectadores del sur y del norte, que veían torcido y protestaban, se les fue agrupando con los intermedios. Resultó fácil: los vendedores ambulantes de palomitas fueron reciclados como inmóviles detrás de dos grandes palomiteras, en el sur y en el norte, vendidas al precio de una por el zorro de la misma concesionaria que, tiempo después de que acabara el circo y los leones terminaran en un frío asilo de Zamora, llenó con ellas los cines de Madrid. Las palomitas son pues el tenue lazo de unión entre las últimas historias del Circo del Sol y estos cines, aparte de que en ellos se proyectan aquellos mismos vídeos sin riesgo en que Diana tocaba el tambor y Los cowboys del aire no se distinguían de los del suelo.
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