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¿La última cosa seria?

El martes de la semana pasada -el mismo día en que un famoso prófugo llegaba esposado a nuestra ciudad, y un ministro intentaba explicar lo inexplicable, y un avispado traficante de la muerte empezaba a respirar más tranquilo porque en adelante la justicia le apretará menos; aquel día, decíamos, un hombre desocupado que, en la medida de lo posible, sólo quería perfeccionarse y ocuparse de sus propios asuntos, consultó la penúltima página de esta sección y se enteró de que aquel martes tan movido era posible asistir, entre otros actos, a tres mesas redondas bajo el epígrafe Derecha e izquierda, en las que intervendrían varios pesos pesados que, al parecer, toman en serio esto de la política o por lo menos viven de ella; una reunión sobre el engaño que es la feria de Arco (aunque probablemente ninguno de los participantes, mercaderes o lacayos de mercaderes en el templo del Arte, formularía esa opinión); una conferencia sobre La cuenca del Pacífico como factor de concordia y desarrollo internacional -es decir, un elogio al avasallamiento, por parte de los especuladores de la economía global, de una mano de obra barata y de la consiguiente degradación de un bello océano-, y otra conferencia, que posiblemente habría sido la más interesante de todas y que atraía (la fascinación por el abismo) por su apocalíptico título: El último minuto antes de la explosión.Aunque nuestro hombre no sabía explicar exactamente por qué, todo esto le sumió en una profunda tristeza, y por un momento llegó a considerar la posibilidad de que sus intentos de afrontar la vida con optimismo y alegría jamás le llevarían a ninguna parte, de que todo son vanidades, de que somos incapaces de saber nada, y que sólo nos espera la muerte, el vacío.

Y fue entonces cuando el hombre leyó que a las 20.00, en el colegio mayor San Juan Evangelista, en el número 4 de la calle de Gregorio del Amo (metro Metropolitano), con entrada libre, el matador de toros retirado Antonio Chenel, Antoñete, y el crítico taurino Manolo Molés iban a charlar sobre el arte del toreo. ¿No escribió García Lorca que el toreo era "la última cosa seria?", se preguntó este hombre. De todas formas tengo que salir de casa, a pesar de la alarma social que hay en la calle; aquí en casa, con mi actual esposa y el perro, me estoy volviendo loco.

El coloquio amable y apasionado con un centenar de jóvenes universitarios se celebró en una sala llamada La Capilla. Centró la atención el viejo maestro, que a pesar de tener más de 60 años torearía en un festival benéfico cuatro días más tarde. En un momento dado dijo una cosa que impresionó vivamente a todos: que firmaría un pacto con quien fuera preciso con tal de poder matar 30 o 40 corridas cada temporada durante cuatro o cinco años, ¡aunque a cambio tuviera que morir corneado en el ruedo!

"¡Vaya!", dijo para su capote el hombre desocupado, "eso sí que es brutal y glorioso y mítico".

En este coloquio también se dio mucho mérito a jóvenes toreros -entre otros, a un tal Domingo Valderrama, y a un madrileño llamado Fundi o algo así-, que habitualmente matan toros duros y fieros con aplomo y valor. Y hubo elogios para Enrique Ponce, que, según algunos de los especialistas allí presentes, tiene cada vez más oficio y ganas de pelea, y cuyo estilo ha ganado en profundidad.

Animales fieros, valor, arte... "Caramba", dijo nuestro hombre, "eso de vestirse de luces y matar un toro con una espada sí que tiene mérito en estos tiempos". Empezaba a encontrarse mejor.

Luego se hablé de uno de los rivales de Ponce, el joven madrileño Joselito, y aquí las cosas estaban menos claras. Aunque casi todos reconocieron sus méritos, hubos duras críticas a su reticencia a actuar en las últimas ferias de San Isidro. Todos los participantes estaban perplejos. Algunos incluso opinaron que si Joselito huye de Madrid es porque tiene algo que temer, que no es tan figura como quieren hacer creer él y su apoderado. Es más: existe la impresión de que se le va a enjuiciar con severidad en la próxima feria, y si por casualidad no aparece, la que se va a armar.

"Ya, ya", pensó el hombre desocupado, "eso me suena".

Pero las críticas a Joselito no eran nada en comparación con las que recibió el ídolo de las multitudes, Jesulín. A Jesulín se le criticó casi todo, desde su estilo bufo ante los toros -¡en una corrida el año pasado hasta se subió encima de un bicho!- hasta su afán de acaparar corridas en pueblos sin ninguna tradición taurina y donde se lidian reses bobas e impresentables con las astas fraudulentamente manipuladas.

"Hay mucho dinero negro en esos festejos de pueblo", afirmó Molés. "Mucha gente ve ese pseudoespectáculo por la tele y se cree que es el verdadero. En la historia de la fiesta hay un efecto pendular, y en este momento -en parte por los medios de comunicación, en parte por los valores de la sociedad- vivimos el bakalao en los toros".

El hombre desocupado se quedó atónito. "Qué vergüenza", pensó, "ni el glorioso mundo de los toros es ajeno a todo lo que nos rodea. Qué triste".

Entonces, más deprimido incluso que antes, nuestro hombre emprendió camino a casa. Durante el viaje puso mucho cuidado en sortear la alarma social que había en la calle, y en un par de ocasiones tuvo que desviar su trayecto para eludirla. Era espesa y maloliente, y el encarcelamiento del ilustre prófugo, lejos de disminuirla, no hacía más que alimentarla.

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