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Los toros y los niños

No es fácil manifestarse en este país en contra de los toros. La rentabilidad es nula en lo práctico y, casi siempre, desagradable en lo personal. Pese a ello, creo que es importante pronunciarse, especialmente cuando uno se topa con temas tales como la famosa enmienda del PSOE y PP para autorizar en Madrid la presencia de menores de 14, años en las corridas de toros (ver EL PAÍS, 10 de febrero) y el comentario de Joaquín Vidal en EL PAÍS del 14 de febrero.Yo me paso la vida reconstruyendo para mis alumnos el largo viaje evolutivo de nosotros, los animales. Resulta así irremediable que haya desarrollado un cierto respeto por aquellos otros seres con los que has compartido este espeluznante viaje en el tiempo. Si a tal deformación profesional le añades un mínimo de información sobre la ya vieja crisis de la idea del hombre como centro del universo, es normal que no aceptes sin numerosos matices la supuesta supremacía del hombre sobre los animales. Y así, desde ese planteamiento no cerradamente antropocéntrico, surge el respeto hacia otras formas de vida que te lleva a aborrecer la gratuidad de someterlas a un sufrimiento innecesario. Como es ésa una de las consecucuencias éticas más obvias del estudio zoológico, a nadie extrañará que yo no sea un entusiasta de los toros. Ya sé que ningún taurófilo disfruta con el sufrimiento del animal. Tengo claro que sólo se fija en los aspectos técnicos de la lidia que, junto con el indudable atractivo de las gradas multicolores, la música, los aplausos, la tarde libre y las copas, le ayudan a entender el sentido casi litúrgico de ese espectáculo. Pero los no iniciados nos sentimos confusos ante algo que nos sigue pareciendo propio de un circo romano. Tendemos así a pensar si esos espectadores, presos de la vehemencia de su afición, arropados por una sociedad tolerante y bien calentados por unos medios de comunicación que no escatiman dedicación al tema, no son presa de una enajenación mental transitoria, de un abotargamiento coyuntural, que les lleva a asumir y aplaudir la estética de la crueldad. Si hay, además, algún ilustre pensador que teorice sobre el carácter ritual de la lidia, su peso en nuestras tradiciones y su papel como fuente de inspiración de pintores y poetas, es muy difícil evitar el demagógico argumento de considerarla una parte esencial de nuestra cultura. Algo que, por cierto, es fácilmente manipulable en estos tiempos europeizantes (el artículo de J. Vidal donde se asocia con "lo extranjero", la inmoralidad y la dictadura opresora a quienes pensamos de forma diferente es un magnífico ejemplo de lo que digo). Posiblemente, ésta sea la clave del desmedido interés de muchos de nuestros políticos e intelectuales por la fiesta ("No hay nada más impopular que lo que se opone a los festejos populares" según sentenció a EL PAÍS del 10 de febrero una avispada y anónima diputada).

Pienso, sin embargo, que es un grave error no alimentar el debate sobre la taurofilia para intentar clarificar, al margen de la crispación al uso (crueldad y sangre, dicen unos, hipocresía e ignoracia, responden otros), sus consecuencias culturales. Defiendo la hipótesis de que éstas pueden ser negativas por afectar a la ética de nuestras relaciones con otras formas de vida. Y en la medida en que su arraigo popular corro borase su prentendido carácter de fiesta nacional (cosa que dudo), tendría que ver con la nula predisposición cultural de una parte importante de nuestros ciudadanos a abandonar el nefasto antropocentrismo que ha dirigido las relaciones del hombre con la naturaleza. Me explico: la grave crisis ambiental que afrontamos en este final de siglo es el resultado de nuestra ignorante prepotencia a la hora de utilizar los recursos del mundo que nos rodea. Es posible que sólo estemos en condiciones de superarla si asumimos la necesidad de conocer y respetar el conjunto de eslabones que componen el delicado entramado que configura la vida en nuestro planeta.

Urge el reciclaje cultural, la adopción de nuevos valores con los que convencemos de lo razonable y sensato que es no despilfarrar la vida. Este nuevo escenario de valores está en ebullición, como lo atestigua la fuerza del movimiento ecologista en todo el mundo y la creciente preocupación de gobiernos e instituciones por el deterioro de nuestro planeta. Pese a la lógica utilitarista de este reformismo (respetemos porque nos interesa), avanzan también otros planteamientos más altruistas (todos los seres tienen derecho a existir) apoyados por un razonable número de estudios filosóficos sobre los fundamentos y raíces de este nueva ética.

En este contexto, la tauromaquia es, pese a su obvio interés antropológico y sociológico, un fósil viviente de porvenir incierto, a no ser que toda una sociedad opte por petrificar una parte de su evolución cultural. O por asumirla, digerirla e integrarla tras analizar sus pros y contras en un debate serio. No me vale el argumento de que "no existen datos sobre los daños o los bienes que puede reportar a un niño la contemplación de la lidia de un toro bravo" (Joaquín Vidal) para justificar una postura polémica cuando tal desconocimiento se debe a la falta de información. A estas alturas y tras siglos de debate, es un poco estremecedor asumir sin más tal descontrol. Sospecho que no hay mucha investigación sobre el papel cultural de la tauromaquia en este mundo de nuevos valores y que, por el momento, cualquier hipótesis sobre el particular necesita ser corroborada.

Sería muy interesante saber si es posible inculcar a nuestros niños el respeto hacia otras formas de vida en una sociedad que tolera y fomenta un espectáculo basado en el sacrificio de un animal. ¿Es tan inocuo el espectáculo para la sensibilidad de los niños? ¿O lo es sólo cuando la sensibilidad está ya abotargada por las mil y una imágenes televisadas de cogidas y descabellos? ¿Hay estudios sobre este tema? ¿Si no es así, por qué se toman tan arbitrariamente esas decisiones?

José Luis Tellería es catedrático de Zoología en la Universidad Complutense.

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