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La trompa de los jóvenes

Como uno de cada tres accidentados es un joven, según ha dicho un estadístico, asistimos estos días a uno de esos despliegues de reflexión sobre lajuventudenuestrosdías a los que la sociedad adulta dedica cinco minutos de telediario, con gran pompa y gravedad, cada vez que un grupo de menores desborda de un aula ya sobrepoblada, se acuchilla en un concierto de rock duro o en el fútbol, se rebela contra el servicio armado a la patria en tiempo de paz, o se sube a un coche con siete copas, o quince, poniendo en peligro la civilizada rutina de nuestro cine el viernes por la noche.Lo más descorazonador de esta previsible actualidad es que rara vez es por motivos distintos -últimamente se incorpora la lúgubre innovación de los niños realmente violentos-, y que la forma en que esos jóvenes se ganan su derecho a salir en el telediario es casi siempre componiendo las imágenes preferidas por nuestra adicción al cliché. Si son estudiantes, chica encantadora sobre hombros de chico y ondeando la bandera de la revuelta. Si agresivos macarras de fútbol, hombres de cuello, frente y pelo cortos, empaquetados en los colores del club y a ser posible rebuznando. Si objetores de conciencia, mirada de honesta determinación pacifista justo antes de ser consagrada en una ley que todo el mundo, incluidos los generales, sabe inevitable. Y si jóvenes borrachos, imágenes de las aceras de uno de los miles de bares de toda la Península en que, a falta de otra cosa, los jóvenes se reúnen para llegar a ser el día de mañana exactamente iguales a nosotros.

Lo más difícil cuando se habla de jóvenes es no convertirlos en héroes incomprendidos; Romeos, Julietas o Hamlets propietarios de las llaves del único reino posible en este mundo; o víctimas de la rutinaria estupidez de los adultos, que más o menos es lo que parece que he comenzado a hacer yo en este artículo. Querría aclarar por tanto que cuando paso delante de esos bares de jóvenes intercambiables y clonados en el uniforme universal del vaquero me pregunto si no habrá alguno, en alguna parte, que el viernes por la noche se niegue a abrevar en la litrona del rebaño, aunque sólo sea para cumplir con el mito juvenil de la rebeldía, y que cuando veo pasar uno de esos coches con aspecto de misil ambulante y el ruido disco a todo volumen, me dan ganas, lo confieso, de convertirme en el Guardia de la Circulación Enmascarado. (Les obligaría a andar en patinete, en silencio y sobre todo sin público, durante seis meses). Yo, como todo el mundo, creo que en mis tiempos las cosas eran distintas y, si me apuran, mejores. (No había ni música disco, ni litronas, y me parece recordar que a los presidentes de club de fútbol con hambre mediática se les tenía a dieta). De modo que ni Romeos, ni héroes, ni víctimas: un poco de todo, como en todas partes.

Dicho lo cual habrá que convenir en que no lo tienen fácil: los jóvenes: que hoy en día rondan los 20, por centrar un poco, se criaron en un país cuyo ideal de triunfo y heroísmo, recuerden, sé concentraba en los pómulos de una modelo tipo Barbie que ganaba no sé cuántos millones a la semana, en la terquedad de rumiante de un tenista checo multimillonario y videoadicto, y en el pelo engominado de un banquero que no sólo había sido número uno en su oposición, el colmo del genio en la ideología contemporánea española, y más ahora en tiempo de desempleo, sino que además había sido el más rápido en un célebre duelo que hubo entre financieros a la caída del sol, y todo ello al tiempo que parecía capaz de cantar tangos en el Viejo Almacén de Buenos Aires. Recuerdo la tarde en que, después de un partido, decidí tomar una sauna. Era en un club campestre de Madrid, días después de uno de los grandes pelotazos de la última década. La conversación de los jóvenes golfistas y tenistas con quienes coincidí entre la espesa neblina me hipnotizó hasta el extremo de que corrí riesgo de deshidratación: aquellos cachorros de triunfador competían en conocimientos sobre la vida y milagros del banquero -y del mismo tipo- como jóvenes quinceañeras en el club de fans de un ídolo del rock. No cambiaban cromos ni fotos firmadas sólo porque no las tenían. Aquella tarde comprendí unas cuantas cosas.

Pero lo segundo más difícil cuando se habla de jóvenes es no sentenciarlos a ser irremediable fotocopia de sus padres, ni -lo que viene a ser lo mismo- todo lo contrario. Aunque creo que en España, al igual que sucedió en política, nunca hubo una ruptura entre jóvenes y adultos del calibre de la que hubo en otros países -por favor, que nadie venga con la ilusa monserga de un Mayo del 68 español: ya el francés fue considerablemente inventado por la nostalgia, el tedio y los periodistas-, sobre todo no hay que caer nunca en la ficción sociológica de las generaciones: un concepto comodín que, al igual que el monstruo del lago Ness, la sequía, la lucha de los sexos y el seleccionador nacional de cualquier cosa, le ha ahorrado el engorro de pensar a generaciones enteras de comentaristas, ya sea en los periódicos, ya en la cafetería de la esquina. No hay tal cosa como una mentalidad generacional entre los jóvenes -justo ahí es donde casi nunca la hay, eso es lo que les hace atractivos-, y sí en cambio mucha diversidad -en potencia-, a veces sugerente y prometedora, a veces no tanto.

Claro que para averiguarlo hay que molestarse en entrar en los guetos donde los hemos aparcado -la universidad, el paro, la mili, las discotecas-establo, los contratos basura...-, despojarse de nuestra gruesa concha de tópicos y prejuicios y, lo que es aún más incómodo, arriesgarse a sorprender más de una mirada de ironía. ¿Existe alguna razón para que no la tengan?

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