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Tribuna:
Tribuna
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La farsa

¿Estamos tan mal? Eso es lo que afirman, o temen, muchas personas con las que me encuentro. Antes o después de despachar el asunto de que se trate, trivial o profundo, o el saludo acostumbrado, se lamentan, o escandalizan, o inquietan, por lo que pasa. Se refieren, claro, a la política.Pues, según como se mire, no está tan terrible. Las elecciones, muy frecuentes, por cierto, se celebran, unas tras otras; los elegidos gobiernan, mejor o peor, su parcela; hay una justicia tan accesible que raro es el ciudadano que no tiene un pleito; pero todo es pacífico, salvo lo que incumbe a unos pocos sujetos, deshumanizados por un fanatismo cretinizante; el PIB vuelve a subir; los tipos de interés, también; la inflación, en cambio, no sube; el país se desindustrializa, pero encuentra cobijo en los servicios; hay muchos parados, pero vaya usted a saber lo que hay detrás de esa fachada estadística; cada vez somos más irrevocablemente europeos, y, al fin, casi nadie quiere emigrar.

Y, sin embargo, la gente que me tropiezo está desconcertada: políticos insultan y acusan de tenebrosos manejos a jueces; los jefes de los jueces llaman la atención a los políticos; periodistas, a su vez, insultan y llaman la atención a jueces, políticos y ciudadanos del común; el presidente del Gobierno afirma la existencia de oscura conjura; antiguos policías hacen de bravos; se dice que los fondos reservados van y vienen de Suiza, o, a veces, van a parar a cuentas bancarias insólitas; muchos dicen saber cosas que callan por ahora, porque, si las dijeran, temblaría el misterio; el jefe de singular cuerpo de seguridad se largó con la bolsa bien provista, y está en ignoradísimo paradero; gentes del Gobierno confiesan su connivencia con presuntos delincuentes, pero todo legal, para defender. derechos excelsos, constitucionales, no vayan ustedes a creer; los políticos sospechosos de algo, y muchos que no lo son, se envuelven en marañas jurídicas y en alusiones amenazantes y descalificaciones; el ciudadano se tropieza, de repente, con la presunción de inocencia como barrera infranqueable para emitir juicio político, y tiene que aprender la diferencia entre autorizar y no prohibir, entre lo reservado y lo prohibido, entre lo secreto y lo discreto. Parece que el país se ha constituido en oficina de pleitos, casa del crimen.

Con todo este lío, la gente anda, al menos, perpleja. Porque algo raro si que es todo eso. Verdad o mentira, parece una novela a medias entre Sciascia y Valle-Inclán, la apariencia de tenebrosidad mafiosa, incluida la omertà, y el esperpento desgarrado, entre lo ridículo y lo repugnante. Y esa sensación de que nada de lo que parece es verdad, pero que la verdad debe ser peor que las apariencias. El ciudadano no necesariamente ingenuo se pregunta si es que las cosas de la política tienen que ser así. ¿El mundo de la política tiene que adornarse con estas sombras huidizas, que apuntan conductas normalmente tenidas poco decentes, cinchadas en sutiles conceptos jurídicos?

Hacer de la política una actividad creíble es función, antes que de otros, de los políticos, personas con responsabilidad pública, en mayor medida cuanto mayor sea su poder, que, quién lo diría, se lo han confiado los perplejos espectadores que pagan algo más que la entrada para ver que son víctimas o beneficiarios del juego, y empiezan a estar dispuestos a aceptar alguna confusión en las tablas, pero quizá no este esperpento que parece sin fin.

Aunque alguien demostrara que algunos políticos, como dioses, escriben derecho con líneas torcidas, y que toda esta farsa conduce a la más amplia felicidad y bienestar de los gobernados, quedaría el reconcomio de que, en una democracia, las cosas de la política deben parecer lo que son, o sea, deben ser razonablemente transparentes; pues de lo contrario, ¿cómo van a votar los ciudadanos cuando les toque?, ¿como ciudadanos libres que pueden saber lo que se traen o unos como listillos y la mayoría como embaucados?

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