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Tribuna:GATOMAQUIAS
Tribuna
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El último tranvía

El levantamiento del 2 de mayo de 1976 que tuvo lugar en la plaza del mismo nombre y sus aledaños no pasará a la historia con mayúsculas, su espacio continuará anotado con letra pequeña en la crónica mar ginal y marginada de aquellos años de la proto-movida. Hablar de la movida madrileña en los días que corren resulta, como poco, un anacronismo, a no ser que la referencia se haga en términos despectivos, comentarios irónicos, escarnios y vituperios. Cronistas diacrónicos, periodistas y literatos a los que la callejera y exultante movida pilló en pleno proceso de maduración, más proclives al cultivo de la nostalgia que a las celebraciones carnales y carnavalescas, escritores de fuste y de talento, como Manuel Vicent, cuando se refieren al suceso, suelen confundir el reflejo institucional del fenómeno y sus ecos sociales, recogidos por los medios de comunicación, con lo que fue la movida, una palabra del argot callejero que acogía en su generoso seno toda clase de movimientos urbanos subrepticios en procura de sexo, droga o rock. Una palabra desgastada por el uso, hasta la náusea, que de ella hicieron políticos oportunistas y gacetilleros de moda. Hoy son muchos los que hablan, más de leídas y de oídas que de vivencias, muchos los que predican desde sus bien labrados y vetustos púlpitos, muchos los que empuñan la fusta y atizan cintarazos sarcásticos sobre las fantasmales espaldas de una movida que, al parecer, nunca existió.

Del espejismo de la movida, rescata Vicent en su columna del pasado domingo en este periódico, el nombre y el quehacer de Pedro Almodóvar; el resto, según el eximio escrito r que, desde su sabiduría y experiencia, desprecia cuanto ignora, fueron devaneos de "camiseros de la calle Almirante, dos pintores mediocres con un garfio en la oreja, un fotógrafo anfetamínico, una cantante con los labios pintados de negro, dos travestidos... y un alcalde cínico...". Manuel Vicent, como todo creador dotado para la sátira, sería capaz, en ciertas ocasiones, de sacrificar a alguno de sus seres más queridos a costa de pulir una buena frase, una invectiva ocurrente.

Pase lo del alcalde cínico, respetable escuela filosófica en la que, hasta hoy, yo había incluido al laureado escritor, pero quiero echar mi cuarto a espadas por el buen nombre de los camiseros y costureros, de los pintores con garfio y de los fotógrafos con anfetaminas, de las cantantes con los labios negros, de los anónimos editores de fanzines, libros y revistas, y de los realizadores cinematográficos, de los guionistas y de los escritores, de los diseñadores, de los actores, de los artistas y de los diletantes, de los figurantes y de todos cuantos colaboraron, casi siempre al margen de subvención o gratificación alguna, en quitarle la caspa y sacudir el polvo de esta ciudad mugrienta y contaminada por los vertidos de la capitalidad franquista, una ciudad reprimida y vergonzante de la que renegaban sus propios habitantes, tildados de representar un centralismo que eran los primeros en sufrir. Una ciudad en la que Nacho, nacido y criado en Embajadores, optaba por llamarse Iñaki, Jorge, Jordi y Javier, Xavier, para reivindicar a sus ancestros emigrantes y falsear sus señas de identidad antes que identificarse con las rancias esencias de una urbe en la que los únicos que parecían divertirse, conspirando y emborrachándose hasta la madrugada, eran finos señoritos de provincias, aspirantes a la gloria literaria, o a la mediocridad burocrática que, aprovechándose de las miserias culturales de la capital, pontificaban y teorizaban sobre la vanguardia y la dialéctica, la ética y la estética, sin haberse sacudido aún el pelo de la dehesa. Herederos, a su pesar, de miría das de congéneres suyos que a Madrid llegaron, y en ella se hicieron y medraron, y en ella aprendieron a burlarse de ella con castizo gracejo en tiempos pretéritos.

Cualquier ofensa contra la vilipendiada movida queda impune. Sus más conspicuos representantes ya abominaban entonces de la etiqueta y se negaban a ser encuadrados en las listas oficiales u oficiosas de los medios de comunicación y de los boletines partidarios. Otros aceptaron y gozaron con la etiquetación mientras la marca. estuvo en alza, y se dieron prisa, en desapuntarse con los primeros síntomas de la crisis.

La movida de Madrid fue superficial y frívola, principalmente en sus manifestaciones más superficiales y frívolas, las únicas recogidas y amplificadas por los medios que se aprovecharon del invento, llenando páginas, columnas, viñetas, salas de exposiciones, de concierto, de cine o de teatro, pasarelas de moda, discotecas y disco-pubs. Yo he visto bailar a los acordes de "Enamorado de la moda juvenil, de las chicas, de los chicos, de los maniquís", de Bowie-kadio Futura, a ilustres y maduros escritores, periodistas, columnistas, filósofos y ensayistas, vestidos de domingo, de Domínguez, reivindicando la arruga bella para aprovecharse de la carne fresca de bacantes adolescentes con falsas promesas y hasta con nuevos contratos matrimoniales. He visto firmas de algunos popes, que hoy hablan con apocalíptico desprecio de aquellos años, al pie de encendidos elogios de artistas a los que se empeñaron en llamar posmodernos con alegría y alevosía.

Madrid, Madriz, empezó a mirarse el ombligo en 1976 y a no encontrarlo tan feo, la movida de Madrid pecó de narcisismo, y de onanismo si se quiere, para compensar años en los que underground significaba clandestino. Pedro Almodóvar como una buena parte de los talentos emergidos, a la luz pública, que no a la luz velada de las catacumbas, en los años de la innominable, así la llaman ciertos réprobos, nació, o renació, en los ambientes iconoclastas y casi claustrofóbicos de los grupos de teatro independiente, en los problemáticos circuitos paralelos de la marginalidad, se alimentó de géneros considerados ínfimos y olfateó en algunos albañales que nunca hubiera podido soportar la fina pituitaria de Vicent, habituada a flores de azahar y efluvios de whisky de malta, albañales en los que habitaba una fauna heteróclita y mutante, abyecta o sublime, narcisista o maldita. Matices que no puede apreciar Manuel Vicent, ni falta que le hace. Yo al menos prefiero leerle cuando escribe y fantasea sobre los años de su infancia y adolescencia, a soportarle cuando usa y abusa de su irónico talento para descalificar, grosso y a grosero modo, lo que apenas conoció de referencias, confidencias y maledicencias.

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El estereotipo no es un género a la altura de su talento. Ni esta tribuna lo suficientemente amplia para justificar una exposición pormenorizada de datos, hechos y nombres, situaciones y acciones, que hicieron de la movida madrileña mucho más que "una idiotez subvencionada y pasajera". Hablar sobre tranvias a los que uno nunca subió puede ser un espléndido ejercicio de ficción literaria, la ecuanimidad y la veracidad en este caso, meras cuestiones secundarias.

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