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El desprestigio del oficio político

En el último año se ha acrecentado el desprestigio general del oficio político. Cada día más universalizado, no es, por eso, fenómeno exclusivo de un país ni propiedad particular de un partido o sistema. Tampoco de un individuo, en tanto que miembro de la que es o aspira a ser clase dirigente, con su escala respectiva de valores y matices. Afecta, por encima de todo y de todos, a ese ámbito tortuoso que es la lucha por el poder. Si nada hay que codicie más el hombre, nada hay, también, que lo desgaste tanto. El tener poder para poder tener es una meta política ambiciosa y difícil, en su suma de inteligencia y audacia. Viejo oficio en el que es más fácil vivir del crédito de las palabras que de dar crédito a las palabras; en el que se aprende primero de quién no fiarse y después de quién fiarse, hasta llegar, a menudo, a no fiarse ni de sí mismo; en el que se prefiere más la complicidad que la adhesión; en el que- frecuentemente, para ser primero, hay que ser el último en hablar. Ese oficio que invoca la igualdad democrática, incurriendo en toda clase de iniquidades e injusticias, bajo el peso de una rutina que olvida la creencia y hace de la creencia una simulación demagógica hasta caer en la apostasía; los vicios se vuelven costumbres, la docilidad en acatamiento y la ideología en retórica facilona. Acaso porque la política, en la antigua frase de Gustavo Le Bon, "no tiene corazón". 0 porque es válida la rotunda definición de Ortega y Gasset: "La política es una actividad instrumental, limitada, que no es capaz de organizar la amistad entre los hombres, ni la lealtad mutua, ni el amor".Verdaderamente, en política no hay reglas del juego: el juego acaba con las reglas. El pasado, el presente y el futuro son historia entremezcladá, especulación acomodaticia, abuso de la falta de memoria del pueblo. (Si la hubiese, los políticos apenas existirían). Es el escenario dominado por la filosofía gatopardesca del príncipe Tomasi di Lampedusa: "Si las circunstancias lo exigen, hay que cambiarlo todo para que todo siga igual". Puerta abierta al cinismo del oficio político. Dramáticas son las palabras de Michel Rocard al renunciar a la dirección del Partido Socialista francés, en 1994: "Las divisiones reales en pocos casos nacen de las ideas, sino muy a menudo de las ambiciones, nostalgias y segundas intenciones". No menos dramática es la confesión de Mario Vargas Llosa, después de su frustrada campaña para ser presidente de Perú: "La política está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones y todo tipo de malabarismos".

El tener poder. para poder tener genera el más gozoso de los placeres, el del poder. Pone sordina a la crítica, cultiva el halago y sublimiza el pedestal encumbrado del hombre político. Mal de altura se llama el síndrome que descubre la megalomanía del hombre en el poder. El lenguaje encrático, aun aparentando el diálogo, suele ejercerse, no pocas veces, hasta el límite de la tiranía. Todo lo cual ha traído como consecuencia no sólo las degradaciones míticas del mesianismo, sino un aparato tecnocrático que desplaza las conformaciones ideológicas, :sustituyéndolas con la pura exaltación propagandística de un hombre, de un partido, de un sistema. Los Vientos de semejante artificio, por muy real que parezca, han traído el descrédito del oficio político. De ese oficio que D'Alembert llamó "el arte de engañar a los hombres"; que Kant definió como "la habilidad para adaptarse a todas las circunstanciaS". Y que la Unesco ha identificado como "ciencia de la convivencia humana". Para el escritor norteamericano Mark Twain los políticos "son la única clase delictiva por naturaleza". Con fundamento en esta acusación, los críticos de hoy concluyen que la falta de diferencias ideológicas fertiliza el campo de la delincuencia. Podría ser lo que C. Duenart ha denominado "la ideología del beneficio", y Baudrillard, "la histeresia de lo político".

El endiosamiento del hombre político está hoy estimulado, a través de la propaganda, de la que puede formar parte la noticia planeada o espontáneamente generada, por ese mar de tinta, racimos de micrófonos y cascada multicolor de imágenes que son los medios de comunicación. Pero, a la vez, los medios de comunicación se han convertido en un purgante de las inmoralidades políticas al denunciar los abusos de poder y las trampas crecientes de la corrupción y el soborno. Hasta los medios de comunicación, esos activadores de la ansiedad hasta la saciedad, llegan y se multiplican las pugnas insultantes y descalíficadoras de unos Políticos o partidos contra otros. Curioso: la publicidad terminó por comprender que el ataque insidioso entre los productos o servicios deteriora su propio mercado, mientras la propaganda no ha comprendido todavía que la competencia degradadora acentúa el descrédito colectivo.

En este 1994 nos hemos enfrentado a nuevos y grandes escándalos escenificados, por los políticos en el poder o cerca de éste. Empiezan su carrera pública en la tribuna y terminan en los tribunales. Si en Italia Giulio Andreotti es sinónimo de corrupción, en Brasil lo es Fernando Collor de Melo, como en Venezuela lo es Carlos Andrés Pérez y Luis Roldán lo es en España. México, Estados Unidos, Japón, Argentina, Francia, Colombia y Perú son, entre otros, países donde la corrupción política, en sus diversos estilos, ocupa espacios de la actualidad mundial Independientemente de las rupturas familiares que en algunos casos se registran, todos constituyen una suma implacable del descrédito del oficio político. Diríamos que a fines de siglo ha nacido un nuevo territorio llamado Corruptópolis, la metrópoli más habitada del universo político. Suena como una sentencia la frase actual de Felipe González: "La corrupción mina la democracia". La democracia como Karl Popper la ha entendido: "La que tiene bajo su control al poder político". Del bando se ha pasado a la banda, transformadas las banderas en simples banderines. Ya no, se trata sólo de infidelidades u ocultaciones del pensamiento ni de malversación de las palabras, sino del índice acusatorio de los hechos, bastante fatigado de tanto alzarse. Son los dipsómanos morales a que alude Elías Canetti.

Entre los escándalos más recientes figura el que se ha hecho público en los periódicos ingleses al denunciar que miembros del Parlamento británico cobran extras por hacer preguntas o interpelaciones- relacionadas con intereses particulares o de empresas comerciales. No es de extrañar la parodia nacida en los medios europeos de comunicación impresa en los años ochenta: "Mitterrand tiene 100 amantes; una padece sida, pero no sabe cuál es. Bush tiene 100 guardaespaldas; uno es terrorista, pero no sabe cuál es. Gorbachov tiene 100 asesores económicos;, uno es inteligente, pero no sabe cuál es". El clima de tensión y de agobios morales que crea el oficio político lleva en ocasiones al suicidio. Los ejemplos son numerosos. El último de ellos, por su resonancia, probablemente sea el del ex primer ministro socialista de Francia Pierre Bérégovoy, que se privó de la vida en su pueblo natal, ante el estupor de la opinión pública, en mayo de 1993. No pudo aceptar ,los cargos de errores políticos y económicos a que estuvo sujeto su desempeño oficial. Posteriormente, en el Gobierno de Balladur, Francia ha contemplado cómo en menos de seis meses tres ministros han renunciado por acusaciones de corrupción, lo que ha motivado que la Asamblea Nacional estudie y recomiende drásticas medidas contra este tipo de delitos . Su rosario de escándalos ha hundido al Partido Socialista de Italia y ha continuado debilitando al PSOE.

Reconocer la grandeza que hay en el oficio político cuando se ejerce noblemente, al servicio de una idea, no implica olvidar lo que de mezquino hay en él cuando protagoniza la propaganda o es visto desde ella. Exponer es exponerse. Ya Max Weber distinguió entre el auténtico líder, el hombre que ofrece a su pueblo un camino, y el político profesional, que dice al pueblo lo que éste quiere oír. El primero vive para la política. El segundo vive de la política. Stanley Baldwin, primer ministro inglés en los años veinte, nunca quiso salir de su nicho maquiavélico: "Prefiero ser un oportunista que flota con la corriente antes que hundirme bajo el peso de mis principios". Pero sin principlos la política deja de ser el oficio más, serio de la vida. Pocos como Manuel Azaña han sabido definir la servidumbre y gloria del oficio político: "Para trabajar en política y en el Gobierno he tenido que dejar amortizadas, sin empleo, las tres cuartas partes de mis' potencias, por falta de objeto, y desarrollar, en cambio, fenomenalmente, la otra parte". Con razón se piensa que la política es una ciencia de la paciencia. Necesaria para entender las largas pausas del silencio, pues cuando un político triunfa, a partir de ese momento todo lo que diga puede revertirse en su contra. Conoce bien el político el proverbio pregonero de que la calumnia es como el carbón: si no, quema, tizna.

El lenguaje del elogio, que suele ser el de la exageración, el del eufemismo y la ambigüedad, cautiva al hombre en el poder, hambriento de títulos, deseoso de bienes materiales, Insaciable de alabanzas, bautizado cada día con nuevos nombres y plegarias: frases, una selva de frases que divinizan al político genial, con sueños delirantes de asombro estruendoso> de aclamación multitudinaria, vanidad de la banal¡dad... La conciencia sumida en el sopor del poder, el poder convertido en circo, el circo en jaula. La elefantiasis del ego trepada al árbol bonsái, con su cruel moraleja: "Ni crece ni da frutos". En el ancho territorio de lo efimero, las frases hechas de palabras que se pronuncian o se escriben a cuenta de otras palabras, de otras frases que labran el descrédito de ellas y condenan, por sí mismas, el oficio político al que sirven, recordándole la perpetua acusación de que el que deshonra se deshonra. No importa el poder que el hombre acumule y el grado de divinización que el hombre cree haber alcanzado. Prolongando la ya famosa frase de lord Acton, Giovanni Sartori ha afirmado: "Si el poder corrompe un poco a todos, corrompe más que a los demás a la izquierda en el poder". Seguramente, porque los llamados partidos de clase no han sido fieles a la suya. En el fondo de todo, él hombre político es quizá el más débil y vulnerable de todos. Pese a la cortesanía de la propaganda, y al coro de los cortesanos. Entre los grandes, Charles de Gaulle fue uno de los que mejor entendió una de las fallas mayores de este oficio: "Puesto que un político nunca se cree lo que él dice, se sorprende cuando otros creen en él".

Eulalio Ferrer Rodríguez es comunicólogo y escritor

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