Vuelve pronto, 'menino'
A estas horas, liberado de la tensión del fútbol europeo como la botella de vino espumoso se libera del tapón, perseguido por el amor y la calvicie, Romario de Sousa se habrá puesto a echar melena y a fascinar por turno a las garotas de Río y a la torcida del Flamengo. Se ha ido como una sombra, fiel al estilo con que solía desmarcarse en los embudos del área. Así, burla burlando, en dos amagos y un sprint corto, nos hemos quedado sin él.Por mucho que esté mediatizada por el despecho, es muy cierta la sentencia de Johan Cruyff según la cual el chico no era nadie en la selección brasileña hasta que llegó al Barcelona. En el Eindhoven se había ganado una oscura reputación de bohemio y, por extensión, la indiferencia de los ojeadores italianos que oficiaban de cazatalentos y se encargaban de esquilmar el mercado, por cuenta de una corte de comendattores. Probablemente su mal nombre le salvó, porque muy bien pudo haber caído en las garras de uno de esos trapattonis que, como aquel entrenador del Madrid de finales de los setenta, son capaces de multar a quien se atreva a jugar de tacón y terminan convirtiendo a los príncipes en calabazas. A las órdenes de cualquiera de los 100 chusqueros que se hacen pasar por estrategas, probablemente se habría sumido en una de esas depresiones tropicales tan suyas y, dos años después habría sido entregado a algún prehistórico equipo inglés. Para que prosperase un flautista como él debe ría verificarse una extraña conjunción astral: hacían falta una Liga como la española, una orquesta de cámara como el viejo Barcelona del 94 y una batuta barroca como la de Cruyff.
Fue en los rondós de Can Barça donde el imperturbable Romario de Sousa Faría recibió un soplo de inspiración, pudo zafarse de su uniforme de escayola y jugar al fútbol como si lo soñara. Gracias a ello hemos sido testigos de esa inconfundible capacidad suya para enfriar la jugada. De pronto, controlaba la pelota con un cansino gesto de orfebre miope y el hormiguero de jugadores quedaba impreso en el césped; sin mover una pestaña, conseguía congelar la acción en un definitivo plano en el que todos, salvo él mismo, quedaban paralizados sobre la placa de celuloide. Era en esa privilegiada situación de alquimista cuando le incendiaba los riñones a Rafa Alkorta y cuando convertía una filigrana en un trámite.
Con él, en suma, nos ha sucedido lo que con los grandes autores ausentes. Prisioneros de nuestra propia memoria, seguiremos atrapados para siempre en la clave musical de sus goles.
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