Pavoneo político
El pusilánime que se aprovecha del fair play de su contrincante o de su accidental inmovilización para humillarlo en público, gallito que se envalentona al comprobarse indemne, llegando a perder toda noción del desequilibrio de fuerzas que un momento antes le hacía temblar, he ahí el personaje que, en el contexto del discurso cinematográfico, consigue granjearse el más profundo desprecio del espectador, que a partir de ese momento no podrá quitar los ojos de la pantalla hasta comprobar, con esa satisfacción acrecentada por la demora de la venganza, cómo el cobarde se atemoriza viendo venir la somanta que va a propinarle quien tanta paciencia demostró al aguantar sus impertinencias.Nunca entenderé por qué extraña razón esos mismos espectadores, fuera ya de la oscuridad hipnótica de la sala, invierten sus preferencias al interpretar el discurso político y se alinean precisamente con quien basa toda la demostración de su fuerza en la presunta debilidad del otro, repitiéndole hasta la saciedad -mirándolo fijamente, pero dirigiendo de hecho sus palabras al público que observa la escena- que no le queda más remedio que tirar la toalla. Supongo que en el ranking de los valores aborrecibles que orientan el comportamiento de la masa, el placer de la venganza, que en general ostenta el título de favorito, se ve desbancado ineluctablemente por la necesidad urgente de un chivo expiatorio cuando la bonanza económica se acaba y vuelve el temor a lo desconocido. El cobarde es elevado a la categoría de héroe salvador, sus golpes bajos son glosados como hazañas, y la masa babosa se empieza a frotar las manos pensando en el linchamiento final.
Sin embargo, es una ley histórica que quienes llegan así al poder no tardan en ser defenestrados por las mismas muchedumbres sedientas de espectáculo que los catapultaron a las alturas.
Yeltsin, Berlusconi... No faltan candidatos.-
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