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Ni dioses ni amos

Lluís Bassets

Los socialistas franceses no son los únicos desilusionados por la renuncia de Jacques Delors a presentarse a las elecciones para la presidencia de la República. Sus dirigentes y militantes sabían que la candidatura de Delors era un regalo excesivo e inmerecido para un partido maltrecho, dividido y gastado como es el socialista, fundado en 1971 por François Mitterrand para llegar a la presidencia de la República y devorado por su propio fundador durante sus 14 años como inquilino del palacio del Elíseo.El canciller alemán, Helmut Kohl, en cambio, debe estar mucho más decepcionado, y con él todos los europeístas convencidos, conocedores de la importancia del tándem franco-alemán en la construcción europea. La elección de Delors hubiera significado un reforzamiento de este dúo histórico, que ha creado las bases de la paz y de la unión de los europeos mediante la superación de la rivalidad fratricida desarrollada en tres guerras, la franco-prusiana, en 1870, y las dos mundiales. La presencia de Delors en el palacio del Elíseo hubiera sido una garantía para algunos pasos trascendentales que debe dar la Unión Europea en los próximos años: la reforma institucional destinada a dar cabida a los países del este europeo y a reforzar la capacidad de decisión de la Unión, principalmente en política exterior y de defensa, y la obtención de la moneda única en la primera cita de 1997 o, en su defecto, en la segunda cita de 1999. Delors se halla comprometido en ambas cuestiones: es uno de los mayores críticos del Tratado de Maastricht, por las deficiencias de la política exterior y de seguridad común, que tienen su traducción sangrante en la catástrofe política y humanitaria de los Balcanes, y es el auténtico padre de la Unión Económica y Monetaria, propuesta en 1989 por un comité y en un informe que llevan su nombre.

Para los españoles no es tampoco una buena noticia. Un país de tamaño medio como España obtiene beneficios del reforzamiento de la Unión y sufre en cambio cada vez que los grandes Estados toman el camino de la cooperación intergubernamental. Esto es lo que propugnan, con mayor o menor intensidad, tanto Jacques Chirac como Édouard Balladur, frente a la opción federalista de Delors, el hombre que potenció el papel de la Comisión como un casi Gobierno europeo, apadrinó el ingreso de España y Portugal y elaboró los dos paquetes de perspectivas económicas (paquete Delors I, 1988-1992, y paquete Delors II, 1993-1997), que incluyen el mayor programa de ayudas a las regiones pobres desde el Plan Marshall y complementan el Mercado Unico con un contenido de cohesión y solidaridad interterritoriales.

Parece claro, pues, que el federalismo europeo, el europeísmo y la socialdemocracia más moderada han perdido una gran batalla con el gesto de renuncia de Jacques Delors, un gesto no se sabe si de despecho hacia la entera clase política -empezando por Mitterrand y los socialistas-, de rigorismo y puritanismo excesivo o de cálculo personal y familiar a largo plazo. No es descabellado pensar, sin embargo, que las ideas representadas por Delors hayan salido ganando de este envite. Incluso es fácil sospechar que, con despecho, con rigor puritano y con cálculo personal, el presidente de la Comisión ha lanzado un desafío político de los que hacen historia, con el objetivo de colocarse en un lugar privilegiado y de gran influencia -en lo alto y al margen- dentro de la escena política francesa y europea.

Para presentarse, Delors necesitaba como mínimo un partido y una mayoría política. Tenía muy poco de lo primero y nada de lo segundo. Nunca ha sido un hombre de partido ni ha sabido mover los hilos de las convenciones y los congresos socialistas. Su estilo es el de la claridad y no el de las combinaciones y las maniobras destinadas a dividir al enemigo y a reagrupar alrededor de sí las fuerzas próximas. Dicho de otra forma: no es ni ha querido ser nunca Mitterrand, y para presentarse debía ser un poco Mitterrand.

Sin partido y sin mayoría, Delors se arriesgaba a una campaña electoral dificil, en la que estaría obligado a boxear con una mano atada en la espalda. El todavía presidente de la Comisión tiene en su largo currículo un único combate electoral, el que le convirtió en alcalde de Clichy-sur-Seine, en las afueras de París, en las municipales de 1983. Las campañas electorales se le antojan ejercicios impropios para su pudor -y quizá para su orgullo-, y no está nada habituado a los golpes bajos. Su prurito antidemagógico prometía a sus adversarios momentos felices. No hay lugar en su repertorio ni en su estilo para la realización de promesas sin cumplimiento posible ni para ataques marrulleros a sus adversarios, como los que se prodigaron Mitterrand y Chirac en las últimas presidenciales. Este handicap puede haber pesado seriamente en su decisión, al igual que la incógnita sobre la consistencia de su excelente imagen durante una larga y dura campaña electoral.

Delors es un político atípico en el panorama europeo. Así como Mitterrand es el político profesional por excelencia, el presidente de la Comisión ha conseguido dibujar una original imagen de sí mismo, entre el tecnócrata y el profeta, entre el militante de base y el intelectual. Esta imagen es la que le ha proporcionado una popularidad inmensa en Francia, donde casi el 70% de los electores no descartaban en un reciente sondeo la posibilidad de votarle. La fidelidad a esta imagen es precisamente lo que le impide ahora presentarse y lo que refuerza todavía más su inútil popularidad.

Este héroe es la contrafigura política de Mitterrand, pero es también la contrafigura ideológica de Margaret Thatcher, con quien tiene, en cambio, puntos en común en su franqueza expresiva, en la claridad de ideas y en la pugnacidad de su estilo de trabajo. También del contraste con la Dama de Hierro surge buena parte de la popularidad de Delors: frente al capitalismo cruel propone un combate racional y realista para mantener lo esencial del Estado del bienestar; frente al individualismo egoísta, la solidaridad con los desvalidos y desheredados; frente a la división de los europeos atizada por los instintos nacionalistas, el federalismo.

El contraste entre Delors y el resto de la clase política es mucho más vivo todavía si se utiliza el rasero de la moralidad. A diferencia de casi todos sus hipotéticos adversarios y de los dos anteriores presidentes de la República, es prácticamente imposible hallar el hilillo de una trama sospechosa de corrupción sobre su chaqueta. En caso de haberse convertido no ya en candidato, sino en presidente de la República, es evidente "el perjuicio que podría suponer para las futuras aspiraciones de su hija, Martine Aubry, ex ministra y figura ascendente del socialismo", tal como señala nuestro corresponsal en París, Enric González. El dilema hubiera sido claro: o permitir que su hija siguiera su carrera, proporcionando la imagen de nepotismo que precisamente le repugna, o truncar los planes y ambiciones políticas de quien suscita sus mayores ilusiones.

Todo indica que Delors ha hecho una reflexión conducida por la profundidad estratégica, tanto en lo que se refiere al panorama político como en lo personal e incluso familiar. Presentarse como candidato socialista era la opción táctica, capaz de resolver las cosas en el corto plazo, a costa de un altísimo precio, principalmente personal. Retirarse y mantenerse como la máxima autoridad moral y política de Francia, con una prometedora hija que ahora entra en liza, era la opción del largo plazo. También es la opción que permite soñar en una refundación de la izquierda, después de la purga y lejos del mitterrandismo y de la vieja política.

Pero hay todavía un último elemento paradójico en la explicación de su renuncia. El gesto de este católico practicante es de un laicismo político e histórico sorprendente. "No hay salvador supremo, no hay doctores milagro", ha dicho. En política, ni dioses, ni amos: la historia está en manos de los ciudadanos, no de los salvadores ni de los hombres providenciales. Europa necesitaba a Delors en el Elíseo, pero probablemente necesita todavía mucho, más gestos políticos como el suyo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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