El milagro de los chatos y las tapas
Vuela el que no corre para ejercer su industria y procurar su negocio, aunque la materia o el objeto transaccional sea tan impalpable y aleatorio como la eterna salvación del alma. Se mejoran las ofertas; hay competencia, rivalidad e imaginación en la disputa por la potencial clientela que busca algo barato y distinto de los espeluznantes y lacrimógenos reality shows. Me refiero al siempre creciente y surtido envite religioso que prolifera en nuestros pueblos, barrios y ciudades. No caben quejas en cuanto a diversidad; hemos pasado del monoculto apostólico y romano al terrorífico e incomprensible rechazo de las transfusiones en peligro de muerte.Se ven menos túnicas de tono butano claro, quizás por el riesgo de una confusión con otros cabezas rapadas y la cotización a beneficio de hipotéticas reencarnaciones. De todo hay en esta viña y corte de los milagros. La escena tiene lugar en uno de los barrios periféricos de Madrid, al parecer ensayada en remotas provincias -hay referencias almerienses- donde hace 25 años crecía el jaramago y pastaban algunas melancólicas ovejas. Ahora se alza un mundo de cemento que quizás lleve en la armadura el lento y fatal virus de la aluminosis. Con el barrio creció la iglesia, de aire moderno, ladrillo achocolatado, simbología vertical y mediocres condiciones acústicas.
También arribaron las huestes de la Reforma y levantaron otro templo que, de ser preciso, podría albergar la parpadeante tecnología de unos bancos de datos, sabe Dios qué datos. Hay un Rappel local y dos o tres videntes ortodoxas, gordas y anilladas para manipular las cartas del tarot. Muy posiblemente existen una escuela y un ambulatorio. Llegó la novedad hace unos meses, cuando empezaron los calores. Un hombre rubicundo, con alzacuello sobre una camiseta de matices fucsia y amoratado, sombrero de paja y una presunta Biblia, encuadernada en negro, que también podría ser el compendio comentado del Código de Justicia Militar o la guía pormenorizada de los municipios, aldeas y pedanías de la Baja Baviera, o de cualquier achatado territorio neerlandés, quién sabe, pues nadie ha conseguido echarle un vistazo.
Ha renunciado a que los madrileños le llamen por la denominación anglosajona de "father Peter", y los vecinos le dicen "tío Pipo" a secas, con más llaneza y menos cacofonía. Reclutó feligreses entre varias familias inmigradas. Polacos, quizás bosnios, transilvanos o eslovenios; les llaman polacos para abreviar, sin el menor ánimo despectivo. El padre Peter ha echado raíces en el barrio, chapurrea el alemán, aunque también parece entender el ruso, el búlgaro y otras jergas, entre las que alguien pretende percibir el romaní gitano. Quiere tomar lecciones de cheli.
Reúne el núcleo de parroquianos que el domingo, hacia las nueve y media, cita en el salón de videojuegos, a la sazón vacío. Platica, en el sentido reflexivo de suministrar a los captados una plática que muy posiblemente llegue a ser entendida. El 70% del sermón va dedicado a recordar y confirmar normas éticas y morales, salpicadas de efectistas parábolas y citas de los profetas. Tolera, incita suavemente un rato de relajación intelectual y moderada en el manejo de las máquinas tragaperras, recompensa y rescate -dice- de la generosidad del propietario del local, cedido para el menester piadoso. Apenas media hora, pues al mediodía llegan los clientes habituales.
Antes de la dispersión advierte al creciente rebaño de fieles sobre la posibilidad de una literal eucaristía saludable para el alma y restauradora del cuerpo, hacia la una de la tarde, en el bar de la "hermana" Conchi, que comparte la misma fe y sirve excelentes tapas, vino de Valdepeñas y pinchos de tortilla con escabeche, ciertamente sabrosos. Para alejar toda connotación mercantil, a la tasca la llama, en inglés, el "meeting point", que algunos adultos relacionan vagamente con el "pax tecum".
Mi informador sostiene que cada domingo y festivo, "el tío Pipo" recibe un billete de 5.000 pesetas de la hermana tabernera y sospecha otro tanto del propietario de las maquinitas. A fin de cuentas, no hace mal a nadie, predica buenos consejos y contribuye a la prosperidad de dos comerciantes del lugar. Sólo parecen disentir, con lamentable ausencia de fe, los propietarios de bares colindantes, que ya se han dirigido al teniente de alcalde del distrito, cuya respuesta esperan sentados en sus semivacíos establecimienos.
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