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Tribuna
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Una impostura de nuestro tiempo

Cuando alguien se encarama al palo más alto del pueblo y, tras la expectación suscitada por su atrevimiento, lanza la proclama de que las buenas gentes viven engañadas y oprimidas bajo un poder despótico que atenta contra la libertad de expresión y, dicho su discurso, baja y recibe el aplauso de la concurrencia ante la mirada más bien burlona de los alguaciles, el guiño cómplice de los socios del círculo mercantil y el ceño fruncido del señor alcalde, se podría apostar, diez contra uno, que acaba de nacer un impostor.Nuestra reciente experiencia es, a este respecto, muy ilustrativa: desde la profunda y mal resuelta crisis de mayo, ha crecido como la marea el clamor de periodistas e intelectuales publicistas que aprovechan el espacio abierto por la democracia para denunciar no ya tal o cual patología, sino el terrible estado de descomposición social y política que nos aflige y proclamar que esta democracia es, hasta que no se haga caso de lo que ellos dicen, una dictadura disfrazada. Así, un renombrado sociólogo acaba de descubrir una línea de continuidad entre las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco con el actual régimen socialista, mientras un periodista, de esos que disponen de espacio diario para escribir todo lo que les apetece, califica al presidente del Gobierno de "loco de La Moncloa" para, a renglón seguido, denunciar los atentados cometidos por ese demente contra la libertad de expresión.

A quienes así proceden no les importa nada la evidente contradicción de mostrar con sus actos la buena salud de esa libertad que niegan en su discurso: el impostor se caracteriza por despreciar sus propias contradicciones y, más particularmente, la que consiste en definir como despótico el marco de, relaciones sociales y políticas que le permite denunciar el despotismo y aún le paga un salario, por su atrevimiento. El impostor sabe, pero no le importa, que en una dictadura no tendría la ocasión de hacerse célebre discurseando desesperadamente sobre la radical maldad del Estado, pues lo primero en que se ocupa un régimen totalitario es en derribar todos los palos desde los que algún osado pueda proclamar. lo que sea.Pero la moderna impostura de estos publicistas, dueños de altavoces tan potentes como la columna de periódico, la tertulia de radio o el programa de televisión, consiste en indignarse ante las trabas a la libertad de expresión de que ellos mismos se proclaman víctimas y pasar luego la factura por tener la valentía de denunciarlo. Con lo cual matan tres pájaros de un tiro: primero se suben al palo y así pueden satisfacer el afán exhibicionista propio de todo publicista que se precie; luego denuncian al tirano y así colman imaginariamente su sed de martirio, mostrando los dardos del enemigo bien clavaditos en el noble pecho; finalmente, la exhibición y el martirio les convierten en seguros destinatarios de pingües ofertas para que el espectáculo continúe.

¿Hasta cuándo? Pues hasta que la democracia, mal que bien, siga funcionando. Es consustancial con la democracia que lo! impostores populistas gocen de ancho campo de actuación y prosperen en sus rentas por mostrar tanto arrojo en sus denuncias, del mismo modo que es consustancial con el capitalismo la presentía de especuladores que vacían las empresas a la vez que incrementan su patrimonio personal. Pero de la misma manera que el sistema acaba arrojando a esto! depredadores, el destino de esos publicistas es que la repetición de su cantinela acaba convirtiéndose, en la irrebatible prueba de su impostura, pues la mejor señal de que la democracia existe es que cada mañana, puntualmente, un día tras otro, siete días a la semana, el columnista o tertuliano de turno, subido al palo de la aldea de su periódico, de su radio o de IÚ televisión, con el resguardo del ingreso bancario en la faltriquera, nos informe de que esto es una insoportable dictadura que atenta contra su libertad de expresión.

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