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Tribuna:FALLECE VICENTE ENRIQUE Y TARANCÓN
Tribuna
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El cardenal de la reconciliación

Algunos le reconocen como el cardenal de la transición. Se refieren indudablemente a la transición política. No le gustaba esta expresión. Estaba más convencido, de servir a la transición de la Iglesia española. La que trataba de reconciliarse con la modernidad. No le gustaba hablar de los tiempos calamitosos y desesperanzados. Prefería hablar de los tiempos difíciles, desafiantes. Huyó siempre del discurso pesimista. Le parecía más cristiano dar fe de su visión optimista de la historia. Para ello había que comunicarse con la sociedad e incluso reconciliarse con sus avances más característicos.Había vivido la experiencia de la II República recorriendo las diócesis españolas como miembro de la Casa del Consiliario que fundó Ángel Herrera al asumir la presidencia nacional de la Acción Católica. Aquel discurso público de palabras violentas, aquel enfrentamiento verbal entre la izquierda y la derecha católica, solía decir, "fue mi cruz más pesada y me llevó a la persuasión de que nos acercábamos a una guerra civil". Esta experiencia personal decidió claramente su misión pastoral.

Había sido ordenado sacerdote en 1929, cuando Primo de Rivera pretendía acallar las voces discrepantes y los anarquistas no se arrodillaban ante los obispos. Tarancón llegó al seminario desde su campo de naranjos y nunca creyó que los hombres fueran del todo malos. Su pueblo era un paraíso, donde el aroma del azahar, los limoneros y el rumor de las acequias hermanaban a los hombres.

La guerra-civil le sorprendió en Tuy y allí esperó hasta que las tropas de Franco entraron en Vinarós, adonde le envió su obispo como arcipreste pacificador. Entonces, según nos contaba, acabó de convencerse de que la guerra no nos había liberado de nada y que los odios se habían ahondado más entre sus paisanos. Allí, en Vinarós, y cinco años después en Vila-real, las mayores dificultades para el ejercicio libre de su ministerio le vinieron del bando vencedor.

Triunfalismo y cruzada

Los que vivimos el triunfalismo de los años cuarenta no podíamos creernos que el obispo de Solsona, el más joven de todos los obispos españoles, denunciara en 1950 la gran equivocación histórica del catolicismo oficial imperante. "El ambiente de cruzada y la reacción contra el laicismo no ha cuajado en nuestro pueblo" (Solsona, febrero, 1950).

A la vanguardia de esta nueva conciencia cristiana, que se enfrentaba valientemente con la realidad social y religiosa, figuraban los movimientos especializados de Acción Católica. En esa primera y fundamental reconciliación se gastaron los esfuerzos juveniles de aquel obispo de Solsona que fue el primer secretario del episcopado español.

La transformación más fuerte de la Iglesia española arranca de ese realismo pastoral de las juventudes católicas obreras que generaba en ellas una nueva actitud misionera. La decisión de cambiar, de defender los derechos humanos es, por tanto, anterior al desarrollo económico de los sesenta y al mismo Concilio.

En ese realismo se inspiraron sus actuaciones en el aula conciliar al sintonizar con el pensamiento del episcopado mundial sobre el derecho fundamental a la libertad religiosa y sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno. De Roma volvió mucho más resuelto y seguro, identificado con la doctrina de Pablo VI sobre una Iglesia que tenía que convertirse, en coloquio y diálogo transparente. Fue el impulsor principal de la Asamblea Conjunta, el hecho histórico más decisivo de entendimiento entre obispos y sacerdotes. La presidió y moderó en septiembre de 1971, con una prudencia exquisita que no supieron comprender muchos medios de comunicación.

Allí comenzó un nuevo calvario. Porque, en febrero de 1972, estalló la batalla del famoso documento del Vaticano cuya paternidad nunca llegó a reconocer la Secretaría de Estado. La solicitud del reconocimiento de libertad y sana colaboración entre la Iglesia y el Estado, la aceptación de la laicidad del poder político, la institucionalización de la pluralidad ideológica y la renuncia a los viejos privilegios de la comunidad católica fueron después suscritos por la inmensa mayoría de los obispos en la Declaración Colectiva de febrero de 1973.

La declaración fue prácticamente ignorada por la opinión pública manipulada por el Gobierno. Pero los obispos y sacerdotes españoles encontraron en ese documento los puntos de referencia que iban a marcar el camino de la Iglesia española. A partir de ahí se agravaron las tensiones con el Estado y comenzó la batalla en contra del Concordato de 1953 entonces vigente.

Tarancón era fundamentalmente un hombre de Iglesia. Su devoción por los papas le llevaba a llenar de textos pontificios sus cartas pastorales. Los reproducía de memoria y nos costaba después no poco verificar las citas con L'0sservatore Romano. Algunas veces le censurábamos porque en sus escritos había más párrafos de los papas que del Evangelio. Para él, el sucesor de Pedro no era otra cosa que la actualización del Evangelio. Desde sus tiempos de consiliario se había familiarizado con la doctrina social pontificia y creía en ella como instrumento de reconciliación de los católicos españoles.

La Iglesia y España se fundían para él en una misma pasión. Me familiaricé con su amor a la senyera, que siempre tuvo sobre la mesa del despacho al lado del crucifijo. Convivían en su espíritu las lenguas hermanas, aunque no pocas veces se dejaba poseer por la sintaxis de su lengua materna.

No era posible hablar con él de España sin que emergiera inmediatamente el problema de la reconciliación. Recuperar la España total, la cristiana y la no creyente; conseguir que no se invocara la religión para discriminar a los españoles; mantener la iniciativa y la independencia de la Iglesia frente a la coacción del poder temporal; lograr que no se utilizara el apelativo cristiano por ninguna fuerza política, etcétera, brotaban espontáneamente de su ánimo como deseo de abrir la Iglesia a todos los españoles.

En los últimos años del franquismo y durante la transición política, la figura de un Tarancón reconciliador se agiganta. Respondía a su vocación más profunda. Sus gestos más valientes en el entierro de Carrero Blanco y durante el conflicto de Añoveros no tuvieron nada de improvisados. La homilía ante el Rey en el templo de San Jerónimo el Real fue la expresión culminante del mismo afán apostólico y patriota que había guiado toda su biografía eclesiástica.

Tarancón creía en los hombres y se fiaba de los hombres. Los que estuvimos cerca de él no tuvimos nunca la impresión de estar vigilados y mucho menos sometidos. Le hablábamos como a un amigo entrañable y comprobábamos cómo agradecía nuestra crítica directa y la sinceridad de nuestras informaciones. Captaba la realidad con fina sensibilidad auditiva. Su trato exquisito agrandaba su autoridad inconfundible. Su fe y su esperanza desembocaban siempre en la amistad profunda.

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