Dos relojes
Una mujer madura de La Habana llora en mi hombro por su propia belleza que se fue. Para consolarla le digo que la belleza nunca se extingue: en algún lugar del universo estará aún aquel rostro suyo de 20 años que enamoraba a los hijos de los azucareros. Era la reina de todas. las fiestas. Ahora vive en una casa en ruinas y en sus salones desportillados quedan muchos objetos de plata, óleos de antepasados, unos balancines coloniales, dos relojes parados y, sobre todo, un álbum de fotografías. Por ese mundo campan ocho gatos y la dama lleva colgantes y brazaletes que cincelaron para ella artistas amigos que ya murieron. En el raído sofá donde se sentaron seres fascinantes de otro tiempo, la mujer madura pasa las hojas del álbum. En las fotos se suceden jóvenes con trajes color manteca y zapatos de dos tonos, entre músicos famosos en jardines privados. Siempre estaba rodeada de gente feliz que sonreía con dentaduras muy blancas. Ésta es la orquesta de Pérez Prado. Éste es un baile de debutantes, donde cantó Benny Moré. Éste es el Studebaker que me regaló papá cuando cumplí 21 años. Entonces todos los papá! tenían cafetales y ella era realmente hermosa junto al descapotable. La dama ya ha intentado suicidarse dos veces. Le digo que la belleza nunca desaparece. La memoria también es algo físico que puede ser acariciado, pero ella está dispuesta a saltar de este mundo antes de que los dos relojes parados se cubran de polvo, por completo. Fuera de esta casa en ruinas todo es una pasión. A las seis de la mañana despiertan a la dama los gritos de una mulata que hace el amor en el piso de arriba; en la primera oscuridad de la tarde unos gritos idénticos en el piso de abajo se convierten en una oración. Son los toques del ángelus. Hasta hace poco los dos éxtasis aún le servían para poner en hora los dos relojes, pero ahora ya están definitivamente parados. Para consolarla le digo que en algún lugar del universo estará su Studebaker que vuelve otra vez hacia La Habana.
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