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Tribuna
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Los sublimes

El caso The Guardian -el periódico se hizo pasar por el propio Parlamento británico para probar la veracidad de una noticia que poseía- y el origen de algunas informaciones que sacuden la vida política española han puesto por enésima vez de actualidad los métodos de que el periodismo se vale para realizar su trabajo. Algunos espíritus sublimes no han dudado: todo lo que el periodismo obtenga por vía ilegal -directa o indirectamente, es decir, cometa el propio periodismo la ilegalidad o preste oídos a la ilegaliad de otros- es ilegal e impublicable. Pues bien, aplicando a rajatabla ese principio no hay duda posible: el periodismo ha muerto. Comprendo que sea- duro admitir eso; comprendo que sea duro admitir e intentaré decirlo sin hacer pseudoliteratura del mal- que el periodismo se nutre del traidor, que su virtualidad responde muchas veces a la evidencia de que alguien quiere hacer daño a alguien y que muchos de sus éxitos consisten en tener papeles que legalmente no puede tener o confidencias que la ley penaliza expresamente. Es duro, pero ese es el hábitat. Ni el hábitat del político, ni el hábitat del juez, sino el hábitat del periodista: un territorio incierto donde la verdad es provisional, y, por tanto, cambia de rostro. Para levantar esa verdad el periodista escucha, por ejemplo, el relato que del último Consejo le hace el ministro amigo. Un amigo y ministro que quiebra el juramento de su toma de posesión: "Guardar y hacer guardar el secreto de las deliberaciones del Consejo...". Para levantar esa verdad el periodista recoge del funcionario un buen lomo de fotocopias sobre materiales reservados: el funcionario quiebra la ley y los dos lo saben.La vida es dura. Amarga y pesa. Ya no hay princesa que cantar". Lo escribió Rubén, y, desde luego, no pensaba en el oficio, sino en la juventud. Pero son versos para recordar cada vez que al periodismo se le exige, desde la hipocresía, un semblante naif.

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