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Europa y los intelectuales

Nos envuelve la confusión. Aspiramos a una Europa unida, pero en verdad ¿a qué sustantiva unión nos referimos?Vaya por delante que a mí me parece absolutamente necesario alcanzar esa unidad de nuestro continente. A aclarar lo que, desde hace más de cincuenta años, se denomina "el aire de familia europeo". ¿En qué consiste? Pues he aquí que nos sentimos ligados por esa especie de metáfora que al final se nos desvanece en eso, en literatura. Literatura, eso sí, dotada de innegable encanto. Pero, al tiempo, si a cualquiera de nosotros se le borra el "aire de familia" europeo, a buen seguro que se sentirá amputado. Somos vecinos de Europa y en Europa encontramos algo así como la justificación última de nuestro espíritu. Y aún más: de todo un estilo de vida común. El aire de familia persiste, a pesar de su indefinición. Es, pues, un hecho, una innegable realidad.

Alguna vez he escrito que las crisis históricas son, en necesaria medida, la esencia misma del continente. Decir Europa es decir crisis. Unas lo son de crecimiento y avance. Otras de retroceso, de vuelta atrás, de monótona repetición, de culto a la inercia. Así fue medrando Europa. Así tomó forma. Al menos, forma inteligible. Ahora, un grupo de trabajo al que dirigió Michel Foucher, y en el que figuran Heinz-Jürgen, Marian Dobrosielski, Egon Matzner, José I. Ruiz de Olabuena, John Roberts, Pierre Tabatoni, William Wallace y Yirmiyahu Yovel, se ocupa, con innegable sutileza y exigente sentido del deber intelectual, esto es, con rigor especulativo, del enorme problema. El título de la publicación responde, sin más, a lo que de acuciante posee la cuestión europea: La próxima Europa.

El texto, el esquemático texto, interesante y suscitador, enfoca las posibles vertientes de la incógnita y es, en sí mismo, un claro síntoma de la común preocupación por el difícil ensamblaje de las distintas naciones que componen el laberinto continental. Si Europa es un "lugar de encuentros", la pregunta inmediata puede ser ésta: encuentros ¿en nombre de qué? ¿Estamos acaso abocados, como en su día expuso Hasner -y ello tiene antecedentes ilustres-, a una nueva Edad Media con "anarquía y conflictos permanentes"; o bien, se anuncia una etapa "de apertura y de tolerancia"?.

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He aquí el dilema doloroso, dramático, al parecer insoluble. Otra vez, y de nuevo, topamos con el fantasma -en rigor, con la objetividad- de una crisis que ahí está, patente y apabullante. Por una parte, asistimos a la evidente, la acuciante desorientación reflexiva. Por otra, a la dura, la cruel existencia de trágicas situaciones colectivas que podemos ver y palpar a diario. Consecuencia: el espíritu europeo parece agotado en su capacidad para producir nuevas ideas. Ideas, claro está, de alcance universal. Olegario González de Cardedal hace poco atisbó esta situación espiritual al preguntarse si "existe hoy realmente una gran creación filosófica, cultural, moral en Europa".

Podrá discutirse el supuesto raquitismo de la creación filosófica y cultural de Europa, pero de lo que no cabe duda es de la evolución negativa de los valores éticos. Evidentemente. Hay en este momento una falta atroz, difusa y desconsoladora en la operatividad de los valores morales, tan típicos, tan europeos. Pero con todo, algo asoma en el horizonte del espíritu colectivo. No es aún una realidad que se imponga. Se trata, más bien, de una vaga y difusa inquietud; algo así como la añoranza de la perdida honestidad común. Pero eso, ese tenue, fugaz resplandor, no es un crepúsculo. Es una aurora. ¿Cómo va a tomar forma? No lo sabemos. Y no lo sabemos por la sencilla razón de que ese nasciturus es eso, algo todavía sin estructura bien perfilada, sin bulto real, sin definición. Hoy, Europa está hecha de gestaciones difusas. No permitamos que se frustren por no saber entenderlas. Pues eso, el entenderlas, es empresa intelectual de primer orden.

Las identidades constituyen, en sí mismas, una tremenda dificultad, no sólo especulativa, sino además, real, fieramente real. Claro está que es menester darles forma y dibujar con fidelidad su contorno operativo. Aquí se esconde, cómo no, otro peligro, a saber, el de la desestructuración, el de la caída en lo amorfo. Los autores del opúsculo que comento hablan de descivilización como amenaza. Y por esta vía -pienso yo- encaminamos nuestros pasos a otro territorio de la complejidad europea: el agobio de las amenazas. Las hay de todas clases: sociopolíticas, bélicas, económicas. Con ellas ya bregan admirablemente los estadistas. Europa, podemos adelantar ahora, es un magma de intimidaciones. Europa se nos muestra ceñuda. Y si este temple de ánimo invita a todos los desmanes imaginables, en cambio, no proporciona el sosiego imprescindible para reflexionar desde las esencias. Si pensar, como decía Ortega, consiste en fijarse en lo que hay, lo que ciertamente hay es alboroto, algarabía, fanfarria, bravatas. Todo, menos esa serenidad que, ya en tiempos, Heidegger elevó a dimensión necesaria de la existencia humana.

Pero sigamos interrogando. ¿Es posible, es hacedero encontrarle sentido positivo a todo esto? Dicho de otro modo, ¿tiene todo esto, oculta todo esto algún sentido que se nos escapa? ¿Vamos a conformarnos con la caída en los rituales de la aceptación, en la liturgia de la amenaza, del desorden y de la violencia mental?

Fue Schiller, si no recuerdo mal, quien afirmó que en toda liturgia se esconde un profundo sentido ("ein tiefer Sinn"). En las que afirman y apuntalan las especificidades colectivas yace lo que los integrantes del equipo autor de La próxima Europa denomina, con indudable acierto, "las pasiones de identidad" y su trasfondo filosófico. Si la vida no es vida hasta que se programa, nuestra obligación consistirá en explorar, desde ceñidas perspectivas, ese futurible. Todo proyecto es válido, esto por descontado. Mas esa validez tiene sus exigencias. Los programas deben obedecer a determinadas normas. Y ahora salta, incoercible, otra dificultad: la de hacer compatibles la identidad nacional con la identidad europea. No se trata, que de esto bien claro, de promover conductas de buena voluntad intelectiva. Por este camino, enseguida llegaremos al agotamiento y, justo por ello, a los malentendidos, a los roces conceptuales, a las ambigüedades ideatorias. Es preciso un talante investigador que vaya más allá de los tópicos, de los cómodos tópicos. No lo que es cada grupo humano, sino lo que es Europa, es lo que obligará al rigor de la meditación. No es cosa, por tanto, de sumar sin más. Es cosa de integrar, en nombre de la sustantividad europea. (Y por algo se habla de "integración").

En un texto reciente puede leerse esto por parte nada menos que de Geremek, algo que me parece decisivo, a saber, que lo específico de cada comunidad se nutre de la agresividad "hacia el otro, hacia el no-homogéneo". Es la alteridad en estado puro. Mas tal pureza convierte a su titular en un frenético. El frenesí es el enemigo máximo de la ratio. Comprender supone mirar con objetividad, con neutra y respetuosa objetividad. El frenesí anula lo real. Y, en estos momentos, cuando por fin entran en juego las democracias, cumple recordar la advertencia de Dahrendorf que caracterizaba a la democracia in genere como un mecanismo "frío".

Enfoquemos todas estas consideraciones bajo la irisación multicolor del prisma europeo. Lo que se necesita, antes de cualquier otro expediente, es elaborar unas normas mentales conjuntas, esto es, de acción especulativa para toda Europa. Y en ello se está, sin duda. Los esfuerzos son notables, y yo me atrevo a afirmar que incluso, en muchos casos, heroicos; mas lo previo o, quizá fuera mejor decir lo inexcusable, es potenciar la conciencia europea. Y para conseguirlo es menester, por mera necesidad interna, definir ahora mismo en qué consiste Europa, cuáles fueron sus antecedentes históricos, no siempre bien entendidos, y cuáles son, a la altura de las actuales circunstancias, las realidades trascendentes en las que habrá de apoyarse, en las que habrá de sustentarse. Empresa, por otra parte, ardua y dura. Acechan un sinfín de escotillones por los que podemos resbalar e irnos al garete. Nos hacen señales numerosas y equívocas tercerías. En su tiempo, un tiempo próximo y, sin embargo, ya remoto, el comunismo de Estado. Ahora, ahora mismo, el innoble virus del nihilismo en todas sus posibles formas imaginables.

Pero Europa siempre atinó a encontrar su propio camino y a no desviarse por torcidos senderos que, como decía Céline de los vericuetos de montaña, "no conducen a ninguna parte". Antes he hablado de la aurora europea, visible en el horizonte histórico. Pero eso, ese resplandor, ya fue anunciado, ahora hace más de un siglo, por la mirada vigilante y profética de Nietzsche. Él nos dejó señalado que "Europa quiere llegar a ser una" ("Europa Eins werden will"). Su premonición estaba firmemente sustentada en "los indicios más inequívocos". Esos indicios fueron interpretados, en su tiempo, "de manera arbitraria y mendaz" ("willkürlich und lügenhaft). Ahora, en el nuestro, y por fortuna, las deformaciones intelectuales se han desvanecido. Ya no campan por sus respetos ni el capricho ni la estupidez mentirosa. Los políticos que llevan el inmenso problema europeo tienen conciencia, y la honestidad suficiente, para no dejarse llevar por trampas, ni por añagazas de ninguna clase.

Que a esa seria y firme actitud corresponda la de los meditadores, cuya obligación es no más que indagar en la original y permanente esencia de Europa. El pensamiento y los acuerdos políticos concretos tienen, por fuerza, que ir de la mano.

Europa, la incógnita europea, lo agradecerá. Sin duda.

Domingo García-Sabell pertenece al Colegio Libre de Eméritos y es delegado del Gobierno en Galicia.

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