La retención en origen
El problema demográfico tiene, como se sabe, dos vertientes diferenciales, aunque naturalmente muy estrechamente relacionadas entre sí. De una parte, la del número de los humanos; de la otra, la de la distribución de éstos en el planeta. Con ambas han tenido que enfrentarse a lo largo de este tórrido verano algunos de los más distinguidos dirigentes de la humanidad. Mientras que el Papa y los grandes ulemas del islam se pronunciaban en términos más bien condenatorios sobre los documentos puestos a discusión en la reciente conferencia que las Naciones Unidas celebró en El Cairo, Bill Clinton, Fidel Castro y doña Margarita Retuerto han adoptado decisiones que, cuando menos, ponen en cuestión los instrumentos jurídicos con los que hasta ahora contábamos para regular las migraciones.Sobre el aspecto fundamental de la cuestión, el de la superpoblación, enturbiado por la falta de acuerdo en las proyecciones demográficas, por el empecinamiento de quienes se obstinan en desconocer que lo propio del hombre es dominar la naturaleza (aunque, como explicaba hace poco Fernando Savater, no sea lícito negarla) y por la miopía economicista del pensamiento occidental, tengo naturalmente mis propias ideas que, buenas o malas, nadie podrá juzgar interesadas. Creo firmemente que los hombres serían más felices siendo menos y que, en consecuencia, la finalidad que la humanidad debería proponerse no es la de frenar su crecimiento desbocado, sino la de programar la reducción.
Es una utopía altruista, de cuya improbable realización yo no sacaría provecho alguno; tampoco sufriré, aunque el consuelo sea magro, el mucho más probable hacinamiento de los humanos en un mundo de hormigón que el futuro nos ofrece. Sean 7.900, 9.800 o 12.000 los millones de seres humanos que poblarán el planeta en el año 2050, lo que es seguro es que yo no estaré en él para verlo.
No sé qué peso tiene esta aspiración a un mundo en el que hubiese todavía sitio para los árboles, los animales salvajes y las aguas claras en el descenso de la fertilidad de las sociedades occidentales. Probablemente muy escaso, pero en todo caso ése es el camino que lleva a realizarla. Por el contrario, la niega, en la práctica, la explosión demográfica en África, Asia y América Latina (lo de la latinidad es aquí obligado para no excluir a Haití), que la conferencia de El Cairo ha intentado frenar, no para resolver o aliviar los problemas que ya padecemos, sino simplemente para evitar que se agraven. Ojalá lo consiguiera, aunque es difícil tener esperanzas. Mientras tanto, un mientras que en el mejor de los casos aún durará muchas décadas, los 5.700 millones que ya somos hemos de enfrentarnos con la otra gran vertiente del problema: la de las migraciones masivas.
Éstas no son consecuencia directa de la abundancia de seres humanos, ni de las distintas opciones que respecto de su propia reproducción han adoptado las sociedades del norte y del sur, sino de las abismales diferencias económicas existentes entre ellas. Es evidente que estas diferencias se han hecho mayores al aumentar la población del planeta y que verosímilmente se reducirían si ésta menguase en términos absolutos, pero ni este descenso es, como digo, probable, ni aun de darse podría producirse con la rapidez suficiente. Al menos durante todo el siglo venidero, que se anuncia inclemente, el mayor problema al que los Estados de Europa y de América del Norte habrán de hacer frente será el de las masas que se agolpan en sus fronteras.
Mis ideas acerca de esta otra vertiente del gran problema, que no quisiera enturbiadas por mis intereses egoístas o mis prejuicios irracionales, son mucho menos claras. Mucho más oscuras, desde luego que las de quienes resueltamente afirman que los pueblos europeos deben defender a toda costa su pureza frente a la amenazante invasión del sur (el este parece inspirar menos temor), o las de aquellos que , desde el otro lado, no ce san de cantar la necesidad ética de la apertura total de las fronteras y la segura fertilidad de los mestizajes culturales. De lo que sí creo estar bastante seguro es de que, sea lo que sea lo que se ha de hacer, los instrumentos jurídicos de que hoy disponemos se han quedado inservibles.
Estos instrumentos están construidos intentando conjugar los principios elementales de soberanía, democracia y libertad. Cada Estado se reserva el derecho de controlar el paso de sus fronteras; la entrada y salida de aquella parte del planeta de la que se considera dueño, pues la famosa soberanía es algo muy parecido a la propiedad. Como es obvio, este control puede ejercerlo el Estado tanto sobre los extranjeros como sobre sus propios ciudadanos; sobre aquéllos, para impedirles la entrada; sobre éstos, sobre todo, para cerrarles la salida. En la medida en que la soberanía no acepta límite exterior alguno, sólo el Estado determina además el criterio al que han de ajustarse sus decisiones.
En nuestro siglo, y sobre todo en los años posteriores a la II Guerra Mundial, se han hecho algunos esfuerzos para limitar los daños y dolores que la soberanía estatal puede generar en este campo. Como es evidente que es difícil encontrar una muestra más clara de tiranía que la de convertir el territorio nacional en prisión e impedir por la fuerza la evasión de los propios ciudadanos mediante el cierre de las fronteras, una serie de acuerdos internacionales, y entre ellos el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, han impuesto a los Estados la obligación de mantenerlas siempre abiertas para los ciudadanos propios, de manera que no se les impida ni la salida (salvo por razones penales) ni la en trada. Como al mismo tiempo de nada serviría hacer posible que los perseguidos pudieran eludir la ferocidad del tirano individual o colectivo abandonando su propio país si no tu vieran adónde ir, también se ha intentado conseguir que los Es tados limiten su poder para negar el acceso a su territorio y se obliguen a recibirlos, a concederles asilo.
Se trata en ambos casos de obligaciones impuestas para salvaguardar, en lo posible, la democracia y la libertad, para frenar los desmanes de la tiranía. La salvaguardia no es muy fuerte, pues estas obligaciones sólo pesan sobre aquellos Estados que libremente han decidido asumirlas y están rodeadas de tantos condicionamientos, que incluso los que las asumen pueden eludirlas fácilmente cubriendo las apariencias. No es gran cosa, pero no es mucho más lo que en un mundo dividido en Estados soberanos se puede lograr.
Los acontecimientos de este verano evidencian, sin embargo, que, en cuanto sirven de estorbo para resolver los problemas del presente, están siendo arrumbadas, bien sea directamente, bien sea por el intento de desfigurarlas para servir a finalidades muy distintas a aquellas que inspiraron su creación. Dada la imagen (por lo demás, seguramente muy próxima a la realidad) que del Gobierno de Cuba tiene el de Estados Unidos, es difícil cuestionar el derecho de los balseros al asilo, puesto que manifiestamente no comulgan con la ideología oficial y esa disidencia los expone a ser perseguidos por razones políticas. El Gobierno norteamericano, sin embargo, no sólo les niega el asilo, sino que le pide al Gobierno cubano que impida la salida de los cubanos de su propio territorio. Con una técnica muy semejante a la que el Gobierno español ha utilizado para conseguir que el Gobierno marroquí pusiera término a la avalancha de las pateras, no sólo no se le exige a un poder Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior tiránico que no entorpezca la salida de quienes quieren sustraerse a su poder, sino que, por el contrario, se le acusa de faltar a sus obligaciones por no hacerlo. La retención en origen se convierte en un principio del nuevo derecho internacional. En tanto que Castro se deja convencer, los cubanos que se arriesgan por el estrecho de Florida son internados en campos de concentración en Guantánamo, o en las instalaciones facilitadas por Panamá o por cualquier otra potencia amiga. Por supuesto, sin orden judicial alguna y hasta sin dar parte al juez.
Por los mismos días, nuestra defensora del Pueblo, convencida por los argumentos de asociaciones filantrópicas, presentaba un recurso de inconstitucionalidad contra la modificación del asilo, una institución a la que durante el año pasado han solicitado acogerse 13.000 personas, si son ciertos los datos facilitados durante la discusión parlamentaria. Sería impertinente hacer aquí una crítica de sus argumentos. En la versión que de ellos se ha dado en la prensa resultan muy poco convincentes: ni puede equipararse a la detención una situación (la del mantenimiento en el puesto fronterizo) a la que el solicitante de asilo puede sustraerse cuando lo desee, con tal de que renuncie a entrar en territorio español, ni parece que esta institución sea de las que requieren ser reguladas por ley orgánica. Pero sobre todo ello ya dirá el Tribunal Constitucional la palabra definitiva. Lo que importa subrayar es que, con esta modificación, que sigue líneas semejantes a las ya producidas en Alemania y Francia, lo que se intenta es impedir que el asilo sea utilizado para fines que, por respetables que sean, son distintos de los que lo hicieron nacer. El propósito tal vez sea moralmente encomiable, pero el medio es sin duda altamente peligroso. Tratar de desfigurar el asilo para que sirva también de instrumento a las migraciones económicas, además de poner en peligro la institución, sustrae a la opinión la. discusión de lo que es ya el tema de nuestro tiempo.
Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.
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