Ventrílocuos
He tenido ocasión de contar estos días, al recordarla por su muerte, la anécdota de mi frustrada visita a Canettí. En 1974 vivía, yo en Londres y un amigo me había hecho leer su novela Auto de fe. No soy un fetichista de los escritores que admiro, y menos aún. de su carne sólida, tan sólida ' pero confieso que en este caso el tamaño de mi admiración no pesó tanto como la comodidad: Canetti vivía a pocas manzanas de mi casa, y mi amigo tenía su teléfono. Me contestó una voz encarecida mente femenina. Me presenté como estudiante y admirador (español no hacía falta decirlo, dado el acento hirsuto que nos delata en los idio mas). La señora, que parecía de edad, me dijo que Mr. Canetti no estaba en casa y no estaría. "He won't he here". ¿Nunca? ¿Nunca más? La anciana eludió la respuesta a mi metafísica. "He wont be here ". Colgué avergonzado. Años des pués, leyendo una revista especializada, supe que el ya entonces premio Nobel atendía siempre el teléfono y fingía voces de matrona para ahuyentar a pelmas y curiosos. (¿La madre pelona de Psicosis? No, no imagino a Canetti fan de Hitchcock, ni tan psicópata). La moraleja de mi anécdota se produjo anteayer, cuando una entrevistadora radiofónica a la que le referí el incidente me dijo: "¿Tenía, pues, tanto miedo a la muerte Canetti? ¿A la muerte? Sí, para querer vivir tan aislado". Estamos tan acostumbrados, a que el artista sea un amplificador del ruido de la calle que cuando al guien (Canetti o Cioran o Beckett o Ferlosio) elige comunicarse sólo con la celosa voz de su obra, los in genuos piensan que es un ser para la muerte. Pero hubo un tiempo en que ' era posible ser testigo oidor de la prosa del mundo sin estar obliga do a imitarla bajo los focos. Un tiempo de poetas sin taquígrafos que se extingue a medida que mueren los reclusos del genio de Canetti.
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