El patrimonio
¿Un accidente? Una vergüenza. La infamante vergüenza de habitar en un intratable país de cabreros. Un capitel aplasta a un niño de cinco años en el Museo Gaudí de Barcelona. Al parecer, bastó la fuerza y el peso de un cuerpecillo de cinco años para desplazar fatalmente la escultura. El capitel no estaba anclado, naturalmente. ¿Para qué iba a estarlo? Al fin y al cabo, más de cincuenta mil niños visitan al año ese museo. Uno sobre cincuenta mil... Lo reconocerán: es un porcentaje irrisorio. Y además, el disfrute de la cultura siempre ha entrañado riesgos. Intratable país. El país donde llueve sobre los lienzos de Velázquez, donde sus mayores catedrales se disuelven en la ruina; un país que pasa años advirtiéndose sobre el incendio que viene y el incendio llega puntual y devasta al fin su único gran teatro lírico; el país que oculta durante ocho años de la vista pública las mejores colecciones de arte románico de Europa porque el museo que las alberga es pasto de goteras y cagadas -grandes cagadas, inimaginables cagadas- de paloma. Un país que ha perdido el interés en reconocerse a través de la imagen que le devuelve su memoria -o sea, su cultura- es un país sin futuro. Un país cobarde y atónito, insignificante. Yo lamento escribir en este tono enfático, pero en España, la escritura siempre torna al énfasis. El énfasis, como el regeneracionismo, no es otra cosa que el grito inexorable del que naufraga entre la caspa.
Por lo demás, vamos bien: ahí están Induráin, las chicas y los chicos del tenis, el par de golfistas y ese gigante Caminero que se abre paso hasta el área con tanta fuerza, con tanta belleza. Yo creo que sí, que, en efecto, España progresa, y que Barcelona, más concretamente, puede confirmar que éste ha sido para ella el año de la cultura y que su pretensión de ser la capital cultural europea en el 2001 tiene los mejores cimientos.
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