Herederos
Siento una ternura especial por los herederos grandullones, esos hombres maduros que han transcurrido sus mejores años esperando su gran momento a la sombra del titular, con sus primaveras languideciendo y la flor, como quien dice, hecha un higo, mientras el avatar sucesorio no se presentaba nunca. Ya vieron la otra noche, en la tele, lo mayor y sensato que se nos ha puesto Carlos de Inglaterra, sin otra cosa que hacer que acumular masters de paciencia y viajar por el mundo asistiendo a un sinfin de danzas aborígenes organizadas en su honor: cómo no iba a buscar consuelo, el pobre, e incluso consola, en Su Camilla.Ocurre que esperar el poder es ejercicio que forja el alma, aunque el cuerpo quede maltrecho, y si, finalmente, se produce la renuncia forzosa -con los pies por delante del antecesor, estoy convencida de que estos números uno en barbecho acaban por cumplir con su papel mejor de lo que en principio se pensaba: claro que el papel cada cual lo entiende a su manera, que no es lo mismo ser futuro monarca británico que hijo de Duvalier y recibir, junto con el ajuar, a los tonton macutes.
Con la salida del caso King Jong Il a la luz, tras la muerte de su consistente padre, hemos podido comprobar, una vez más, que los herederos cincuentones poseen ojeras indeciblemente melancólicas y una alarmante propensión a la calvicie. Aquí, en España, sin señalar y sin necesidad de remontarnos a la monarquía, tenemos un especimen de sucesor eterno clarísimo en Miquel Roca i Junyent, que a lo tonto se ha convertido en el julivert (perejil) de todas las salsas políticas que se cultivan en la capital del Reino.
Me encantaría, que le saliera lo de alcalde de Barcelona, porque, a cierta edad, no hay nada como un cargo de solera para cuajar a un hombre.
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