Disciplinantes y procesiones
La conmemoración del martirio del gran imam Husein en Kerbala es representada en las calles por los fieles shiíes en los taizás, especie de autos sacramentales, donde los participantes se funden con el público embargados por la emoción. EL PAÍS publica hoy el último capítulo del testimonio de Juan Goyúsolo, quien asistió a la gran fiesta religiosa del shiísmo.
En un Teherán enlutado, convulso y vibrante como la madre de un mártir, centenares, tal vez miles de cortejos se ponen en marcha en medio de un ensordecedor sonido de tambores, plegarias transmitidas por altavoces, sermones teatrales de los rouda jan, especie de recitadores profesionales, encaramados en púlpitos. Una marea humana ocupa las calles, repite hasta enronquecer las jaculatorias y preces al imam mártir, asiste conmovida o curiosa a los golpes de pecho y trallazos de los fiagelantes. Infinidad de banderolas, estandartes con invocaciones al imam, banderas negras con astas de tres y cuatro metros, carritos con altavoces anuncian el arranque del desté o procesión. Alamas fantasiosos en forma de flabelo o candelabro de múltiples brazos, exhiben penachos de colores y flores artificiales de pétalos enormes, como inmensos girasoles verdes, morados, azules y amarillos. Tablados fijos o portátiles servirán de escenario a los actores del taziá para representar la tragedia.Una rica colección de testimonios de viajeros europeos al imperio persa, desde Oleariue, Kotoff y Chardin, pasando por Tavernier y Gobineau, hasta Bromberger y Yann Richard, describe sin grandes variantes la exuberancia colectiva de desté. En épocas pasadas, los penitentes se teñían el rostro y pecho de negro o los untaban con su propia sangre para simbolizar el ardor de la sed y los tormentos infligidos a Husein. Hoy, el uso de la camisa es obligatorio y ningún hombre ostenta su ensangrentada desnudez, pero el rigor y pasión de los ritos no han amansado. Los gritos de Husein, Hasán, brotan de millones de gargantas. Oleadas de fieles con emblemas y pancartas recorren la ciudad. Cánticos, discursos, evocaciones del drama se entremezclan a un ritmo frenético. La emoción popular sigue un crescendo que alcanza su paroxismo de dolor en el Ashura, el décimo día de Muharram.
Los flagelantes agitan sus azotes con movimientos rítmicos y los descargan al unísono sobre sus hombros y espaldas. Tambores y címbalos -o la megafonía- marcan la cadencia de los trallazos que los zendxirzen aguantan impávidos, con el rostro embebido de sudor y las camisas empapadas. Otros cofrades se golpean simultáneamente la cabeza, con una u otra mano y, vistos a distancia, entretejen una espesa maraña de antebrazos doblados que sobrenada y cubre la multitud. Algunos hacen chocar ruidosamente dos piedras y se dan con ellas en el cráneo. Los disciplinantes ejecutan a menudo sus ademanes autopunitivos con una especie de danza, adelantando y retrocediendo los pies y doblando atrás las espaldas.
Las cofradías llamadas de Sina-zen avanzan en filas paralelas y se detienen en los patios de los santuarios religiosos o frente a los púlpitos y tablados del taziá, dándose mutuamente la cara. Gobineau nos ha dejado una descripción de ellas que se ajusta a las procesiones de hoy: "Con la mano derecha forman una especie de venera y se golpean violenta y cadenciosamente debajo del hombro izquierdo. Ello causa un ruido sordo que, cuando es producido por muchas manos, se oye a larga distancia y crea un efecto sobrecogedor". A veces, los penitentes, enardecidos por la emoción y jaculatorias de la megafonía, baten su pecho con ambas manos y realizan movimientos sincopados, con los ojos cerrados y expresiones de conmoción intensa.
La introducción de elementos modernos -altavoces, neones de colores chillones de forma piramidal- puede contrariar a los espíritus exquisitos y oponerse a las normas del gusto, pero en el delirio del Ashura, operan como ingredientes cuyos efectos acumulativos se integran en el conjunto como la profusión de ornamentos, angelotes y exvotos en un altar barroco. El desté es una versión popular y espontánea de nuestro, auto sacramental.
Entre grupo y grupo, en la calzada abarrotada de público desfilan carrozas multicolores de adornos extravagantes. Algunos portaU01-es robustos, cargados de pesados y enormes estandartes, los yerguen apoyando su potente mástil en la entrepierna, inician una arriesgada danza y conjugan su ruda y viril exhibición con lágrimas de compasión y preces al imam mártir. Unos adolescentes llevan en andas una especie de palanquín blanco: la tiendecilla del hijo de seis meses de Husein, víctima asimismo de la matanza. Los cofrades de las huseinías atizan las brasas de los fogones y sacrifican reses al borde de los ubicuos canalillos de desagüe. Mientras algunos fieles se recogen a sus casas exhaustos, otros deambulan hasta la alborada en un estado insomne, de excitación festiva. Niños y mujeres son dueños de la calle y pasean sin rumbo, consumiendo refrescos y dulces, envueltos con un halo de incienso o alguna otra sustancia odorífica.
Durante los tres días del Ashura, la atmósfera callejera de Teherán es inolvidable. La ciudad parece invadida por sus propios habitantes. Todos participan en la gran manifestación de duelo. El uso de cuchillos y práctica de mortificaciones sangrientas -muy común en los santuarios de Qoni y Mashad-, desautorizados por la jerarquía shií por "irracionales y contrarios a las normas del islam" días antes del atentado brutal contra el mausoleo del imani Reza, han desaparecido este año del ámbito de la capital. Así, en lugar de lacerarse, algunos penitentes se embadurnan cabeza y hombros de barro en prueba de su disposición al martirio.
Como la tragedia griega de Esquilo, el drama nacional iraní hace vibrar al pueblo, aproxima lo distante y aglutina lo disperso. Ningún extranjero puede asistir a él sin conmoverse ni compartir, aunque fuese por unas horas, los sentimientos y emociones shiíes galvanizados por Muharram.
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