Vidas paralelas
Es curioso, porque yo, que no he sido nunca norteamericano, ni ganas, tengo recuerdos de una infancia neoyorquina. Estos recuerdos no borran los de la infancia española, ni siquiera se confunden con ellos, sino que discurren paralelos a la memoria de un niño español que llegó a Madrid a los seis años de edad y comenzó a crecer de forma tan caótica como la ciudad de acogida. El caso es que hace unos días fui a dar una vuelta por el Arturo Soria Plaza, un centro comercial al que soy adicto, y encontré una exposición de antiguas iconografías norteamericanas que me produjeron sensación de extrañeza que suele proporcionarnos todo aquello que, habiendo sido muy familiar en una época remota, ha dejado de sernos propio. Quiero decir que aquellas imágenes hicieron saltar un registro de mi memoria, según la cual yo había sido también un niño norteamericano, o había pasado al menos una de mis infancias en un barrio de emigrantes judíos de cualquier suburbio de la ciudad de Nueva York.Siempre que me pienso norteamericano, me recuerdo como un niño judío, de tal modo que podría describir sin dificultad la casa del rabino a donde acudía, creo que dos veces por semana, a aprenderme de memoria la Sagrada Escritura. Si me esforzara, podría describir también la sinagoga a la que me llevaba mi padre de la mano. En esta versión norteamericana de nuestra existencia, papá era polaco, el pobre. A veces, también tengo recuerdos de una infancia francesa, y en ésta, en lugar de judío, soy huérfano; creo que me parezco mucho al niño aquel de Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, al que al final se lo tragaba el mar. La infancia francesa la recuerdo en blanco y negro, mientras que la norteamericana tiene los tonos de aquella hermosa película titulada Érase una vez América.Había también en la exposición esta que digo del Arturo Soria Plaza un camión de la Coca-Cola que quizá fuera de los años veinte o así. Yo en los años veinte no es que no hubiera nacido, es que no tenía ninguna posibilidad de hacerlo, y menos en América. Sin embargo, observando emocionado ese camión, me vi colgado de su trasera, en compañía de, otros niños judíos norteamericanos con los que robaba una botella o dos que luego nos bebíamos en un descampado de detrás de casa.
Lo curioso, ya digo, es que esta memoria no se confunde para nada con la de la infancia española. De mi versión española recuerdo, como si fuera hoy, el día en que entré en contacto con la Coca-Cola, esa bebida negra. Un día, en el colegio Claret, al salir de la iglesia, había en el patio un camión lleno de botellas que empezaron a regalarnos con el consentimiento, si no con la complicidad, de los curas. Querían que nos hiciésemos adictos cuanto antes, de manera que en lugar de ponerse a la puerta del colegio, que es donde se colocan los señores malos que reparten caramelos con drogas a los niños, se metieron dentro y nos llenaron de eructos oscuros y de insignias.
Luego comencé a ver aquellos camiones en el mercado de López de Hoyos, pero la Coca-Cola no volvimos a beberla, porque no teníamos dinero. En su lugar, hacíamos con regaliz disuelto en agua un mejunje oscuro al que le faltaba el aire, o sea, las burbujas, que, según un experto de mi clase, constituían también la parte fundamental de una bebida sexual llamada champaña.
De todas estas infancias que me acompañan en el recuerdo no sé cuál de ellas detesto más o me da más miedo. Todas han sido duras, en ninguna ha faltado la severidad de una sotana o de una barba. Pero la madrileña tiene cosas inolvidables, de verdad. O sea, que, si tuviera que elegir una para recordar en la vejez, me quedaría con ésta, con la de Madrid, sobre todo por el idioma.
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