En la muerte de Luis Ocaña
El escopetazo con que Luis Ocaña se quitó la vida el pasado 19 de mayo ha resonado en una tarde calurosa de mi infancia salmantina, dibujando un gesto de terror incomprensible en los ojos del niño que seguía entusiasmado el encorvado esfuerzo del único ciclista capaz de hacer frente al dios Caníbal y su insaciable voracidad. Recuerdo incluso un enzarzamiento hasta los puños con un compañero de la montaña palentina que negaba toda opción al conquense frente a la supremacía insoportable del gran Merckx.Ahora, el estampido de esta muerte súbita, brutal, dudosamente valiente, pero en todo caso elegida, ha desperdigado un puñado de recuerdos como una bandada de aves que vienen a picotear en la ventana de esta tarde lluviosa. Uno comprende que la vida quizá no sea sino una sucesión de hilos de la memoria que acaban tejiendo, por debajo de nuestros más serios proyectos y ocupaciones, la trama intensa de los instantes que marcó el entusiasmo, aunque fuera por una razón tan trivial como el sueño de un triunfo deportivo.
Quien ahora ha muerto, un día en que él y yo éramos otros, me hizo capaz de sentir la pasión pura, antes de que ninguna razón crítica pusiera las cosas en el sitio en que probablemente -tediosamente- deben estar. Y antes también de que otras pasiones mueran ampliando los territorios del. encantamiento. Hoy, con revelación que la noticia de su trágico fin ha hecho consciente, quiero honrar la memoria. del ciclista con una doble gratitud: la del niño al que maravilló y la. del adulto conmovido por su muerte, pero también por la viveza, del recuerdo. Descanse en paz.-
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