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De la beatería al desencanto europeo

Europa revisa a la baja la cotización del vecino español, que pierde la fe en la Unión Europea

En aquel momento, el Gobierno socialista creyó haberlo logrado. A finales de la década pasada y muy a principios de los noventa, los ministros de Exteriores alemán, francés y español se reunían discretamente para preparar las cumbres europeas, el Ejecutivo español fue el primero de los Doce en someter a su Parlamento el- plan de convergencia económica para colocar a España en el pelotón de cabeza de los Estados que accederán a la moneda única, y la tasa de crecimiento de la economía fue la más alta de la Comunidad Europea.En resumidas cuentas, el Gobierno de Felipe González había situado a España a la cabeza política del Viejo Continente, y a ese ritmo tampoco tardaría mucho en convertirla en un país tan próspero como sus socios septentrionales. El espejismo hizo mella al norte de los Pirineos. Hasta ahora, recalcaba hace tan sólo un año el semanario británico The Economist, "Italia no ha jugado un papel en la CE comparable con su peso económico, mientras España ha tenido más influencia que la que le correspondería a su tamaño".

Han bastado dos meses de escándalos para que, combinados con algunos malos indicadores económicos como el paro o la inflación, esa imagen de ensueño se resquebraje allende las fronteras. Para desgracia de La Moncloa, el diario Financial Times tituló en primera página el 2 de mayo con la cancelación de la visita de González a Rumania y Bulgaria, transmitiendo, la imagen de un jefe de Gobierno incapaz de atender sus compromisos internacionales a causa de la crisis. Una semana después el director de Le Monde vaticinaba en un editorial que España corría el mismo riesgo de desestabilización que Italia.

Si Europa revisa a la baja la cotización de su gran vecino me ridional, España también se distancia de una integración europea en la que tuvo una fe ciega, que rayaba la beatería. A principios y a mediados de los ochenta, la Comunidad era percibida a la vez como una garantía de democracia y como el motor de la modernización de la economía y de la sociedad española. La política exterior de España se agotaba en el proyecto europeo. Antes de consagirarse a la precampaña, el candidato socialista Fernando Morán recordaba que cuando dirigió la diplomacia española intentó en vano gozar de un mayor margen de autonomía.

Ocho largos años de pertenencia al club de Bruselas han dado al traste con la ingenuidad española ante Europa. Las últimas experiencias han sido además desagradables. Sus socios han propiciado recientemente algunos mazazos a la diplomacia española que le han incitado a reflexionar. Después de haber batallado con éxito porque los Estados comunitarios más ricos fuesen solidarios con los países menos desarrollados, González cosechó en octubre en Bruselas su primera derrota. No obtuvo para España ni la Agencia de Medio Ambiente ni la Oficina de Evaluación de los Medicamentos, y tuvo que conformarse con dos instituciones menores.

La negociación de ampliación a cuatro países -Austria, Suecia, Noruega y Finlandia- obligó a continuación a la diplomacia española a librar una agotadora pelea para intentar no perder demasiado peso en las instituciones comunitarias". Apenas concluida esta lidia, el canciller alemán, Helmut Kohl, declaró que "el Báltico es un mar tan europeo como el Mediterráneo", manifestando así su empeño en seguir ensanchando la Unión.

Aunque oficialmente lo niegan, los responsables políticos españoles temen las próximas ampliaciones. La que tendrá lugar el 1 de enero desplazará hacia el norte el centro de gravedad de la UE, y la que se avecina en torno al año 2000, con el posible ingreso de varios países del Este, acentuará aún más esta tendencia. Tendrá además el agravante de incorporar a países pobres y, como la solidaridad financiera que brindan los ricos no es elástica, supondrá probablemente un recorte de las ayudas que España recibe por ese concepto.

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"Para ser fuertes en Bruselas hay que ser fuertes en casa". La frase podría formar parte del catálogo de máximas del buen Estado miembro junto con la promesa de cumplir las normas pactadas. Pero España está dejando de ser el buen alumno de la clase europea. A la amenaza de inestabilidad se añaden unos indicadores que la alejan ahora de la media comunitaria. La Comisión acaba además de señalarla como el socio que, junto con Grecia, más trasgrede el mercado único.

Dudas en el Gobierno

Después de haberse adelantado a los demás en presentar el plan de convergencia, empiezan a surgir en el Gobierno voces que dudan de que España pueda estar en la avanzadilla de países que accedan primero a la moneda única prevista, como tarde, en 1999. Puede plantearse en esas fechas "o más tarde", reconoció el secretario de Estado de Economía, Alfredo Pastor. El líder del Partido Popular, José María Aznar, repite, por su parte, hasta la saciedad que "la mejor política europea es la que logre la convergencia real" con la Unión, pero que lejos de acercarse a esa meta el Ejecutivo se aleja de ella.

La sociedad sintoniza con la Administración. Cunde el desapego a Europa. Desde hace tiempo ya, en los sondeos semestrales Eurobarómetro que encarga la Comisión, el europeísmo de los españoles no rivaliza con el de los italianos. La encuesta publicada en mayo por el semanario The European pone de relieve que ese fenómeno se ha acentuado. Un 21% de los españoles se pronuncia a favor de abandonar la UE, un porcentaje sólo superado en el Reino Unido y Dinamarca. El porcentaje es escaso, pero resulta llamativo que sólo en esos otros dos Estados miembros la proporción de ciudadanos que desean abandonar la Unión sea más alta.

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