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El alma, esa desconocida

Pedro Laín no es un filósofo, pero conoce muy a fondo la filosofía de los grandes pensadores. Pedro Laín no es un experto en filología clásica, pero sabe sobradamente el griego y latín para poder leer directamente en sus textos a sus autores. Mas Pedro Laín, historiador de la medicina por pasión y por profesión, es por añadidura un formidable expositor del pensamiento de los demás y, por excelencia, del suyo propio. Sus cursos de los últimos años, en el Colegio Libre de Eméritos, sobre El cuerpo humano y sobre Esperanza en tiempo de crisis -ya recogidos en libros- resultaron para los que fuimos sus oyentes una maravillosa excursión por temas tan apasionantes. Ahora, cerrando, lógicamente, el ciclo, acaba de dar 12 lecciones Acerca del alma, explicando lo que pensaron sobre ella Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Lelbniz, Kant, Bergson, Ortega y Zubiri."¿Debe admitirse", se preguntó al abrirse de capa ante la cuestión, "la existencia de un alma para dar razón de la peculiar conducta y del destino último del hombre? En caso de admitirla, ¿cómo a lo largo de los siglos ha tratado de explicarse la mutua relación entre el alma y el cuerpo? ¿Qué puede pensarse hoy acerca de este secular problema que, desde Platón, no ha dejado de preocupar a filósofos, médicos y teólogos?". Cometamos el insensato intento de resumir en el espacio de un artículo el camino por el que nos llevó ejemplarmente Laín, con voz firme y claridad de ideas a sus 86 años de edad, porque cuando se es ignorante conviene que alguien nos coja de la mano como el lazarillo al ciego.

El alma está en el lenguaje popular como clara expresión de ciertas situaciones vitales. Es el aliento, el ánimo, y es lo que se dice a un ser querido: ¡alma mía! Cuando sufrimos un gran desencanto se nos cae el alma a los pies y un gran disgusto nos parte el alma. Un determinado acontecimiento aún no resuelto nos deja el alma en un hilo, y cuando queremos favorecer al prójimo lo hacemos muchas veces con toda el alma. De los individuos sin respeto ni devoción a nada decimos que son unos desalmados.

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Platón está al principio y al final de toda consideración sobre el alma. Yo ya había leído, antes de asistir al curso al que me refiero, el extracto de una tesis de graduación universitaria de Ana Esther Velázquez, catedrática de filosofía en el Instituto Bernáldez de Quirós, de Mieres, sobre La naturaleza del alma... como causa última del filosofar de Platón, tesis que refuerza mi convicción de que, actualmente, las cosas meritorias de los españoles se están haciendo, en su mayor parte, en la periferia más que en el centro peninsular, agitado por tantas diligencias vanas, como diría Baroja. Me alegró sobremanera oír a Laín, que también conocía esa tesis, calificarla de "un hito en el estudio del pensamiento platónico". Lo cual es importante en un pensador cuya bibliografía es inabarcable y al que hay que enfrentarse, como hizo la joven profesora asturiana, directamente en sus textos y renunciar a dominar la tradición hermenéutica platónica, una selva ingente que la hubiera llevado a perder varios años de su vida antes de poder decir nada nuevo. Máxime cuando -como observa nuestra autora- "la lengua determina un modo particular de comprensión al ser una perspectiva concreta sobre la realidad, diferente de las que proporcionan las demás".

Platón, consciente de que el pensamiento humano es limitado, acude al mito y a la poesía "como recursos complementarios e igualmente legítimos [que los de la mera razón] de acceso a la verdad, que es el fin irrenunciable de la filosofía". Así, Laín nos recordó el mito de las islas de los Bienaventurados, en el Gorgias de Platón, adonde van las almas de los hombres justos y piadosos cuando se separan del cuerpo. A fin de cuentas, lo mismo que éste, al morir, guarda un tiempo las marcas de las heridas y roturas que tuviera en vida, "en el caso del alma [dice Platón], una vez que el cuerpo ha sido puesto al desnudo, todo allí se manifiesta, todo lo que el hombre ha contraído en su alma", dejando en ella su huella y su recuerdo. No en balde se dice que "el rostro es el espejo del alma", en el que se reflejan, en su tez y sus arrugas, todas sus vicisitudes. Para Laín, el cuerpo sirve además, por su patencia, como medio para entender el alma, es decir, en frase de la profesora de Mieres, "como una auténtica metáfora del alma". El alma, para Platón, es inmortal y hay que salvarla y preservarla "para alcanzar en el hades una existencia permanente de beatitud". Inmortalidad equivale a eternidad, una cualidad del alma que la hace ingénita e indestructible al mismo tiempo. Pues el alma tiene su historia y de lo que haga el hombre en su vida depende que se haga inmortal -un alma pura- o "se convierta en algo mortal".

El hombre ha creído frecuentemente en la reencarnación, esto es, en que el alma, siempre inmortal, se aloja, al morir el cuerpo, en el de otro ser vivo, humano o, incluso, animal. Flaubert, en su correspondencia con George Sand, le escribía con cierta guasa: "mi individuo actual es el resultado de mis existencias individuales desaparecidas: he sido remero en el Nilo, leno en Roma en tiempo de las guerras púnicas; morí durante las Cruzadas por haberme hartado de uvas en la playa de Siria; he sido pirata y monje, saltimbanqui y auriga, quizá incluso emperador de Oriente". Para los griegos de la época Arcaica, como señala Dodds en su famoso libro sobre Los griegos y lo irracional, "ningún alma humana es inocente: todas están pagando, en distintos grados, por crímenes de diversa atrocidad cometidos en vidas anteriores. Los hombres de aquella época eran oscuramente conscientes -y según Freud con razón- de que tales sentimientos tenían sus raíces en una experiencia pretérita, sumergida y olvidada". Y para los herejes cátaros, que dominaron gran parte del sur de Francia desde su núcleo de Carcassonne, Dios no crea indefinidamente nuevas almas, sino que el número determinado de almas divinas, caídas en la servidumbre de sus cuerpos, debe envejecer en este mundo en una cadena de reencarnaciones antes de ser llamadas al cielo.

En este galope al que nos obliga el tranco de un artículo no me detengo mucho en lo que dijo Laín sobre Aristóteles, para el cual el alma es la forma o actualidad de un cuerpo vivo, y sigo cabalgando por las penumbras medievales hasta detenerme un instante en Tomás de Aquino, que adaptó la filosofía de Aristóteles al pensamiento escolástico. El alma, para él, da forma al cuerpo y es incorruptible. Preexiste al cuerpo y persiste al corromperse éste. Laín nos contó las ingenuidades del doctor Angélico al querer explicar cómo será el cuerpo resucitado.

Dejando al santo llegamos a Descartes, con el que nos sentimos más en casa al ser, como se ha dicho, "el primer hombre moderno". Para Descartes, el mundo es extensión -res extensa-, y el hombre, sustancia pensante, donde está el alma. Creyó que era la glándula pineal el lugar donde el alma y el cuerpo se relacionan. Más poético y real hubiera sido pensar que estaba en el ojo, pues la mirada, como saben muy bien los enamorados, es por donde nos zambullimos en el alma del ser amado. El mundo de Descartes es geometría, y los seres vivos, mecanismos. Tendría que venir Leibniz -también gran matemático- para afirmar que el mundo es fuerza -vis- y que la estructura metafísica del mundo son las mónadas o sustancias simples, unidades que no tienen ventanas, en radical soledad, cuya comunicación sólo puede venir de una armonía preestablecida por Dios.

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El alma, esa desconocida

Viene de la página anterior Si Laín dedicó toda una lección al profundo y dificil Karit, sena inútil pretensión que explicara yo en tres líneas las ideas del filósofo de Königsberg sobre el alma. Recordemos al menos que el título del capítulo IV de su Crítica de la razón práctica se titulaba La inmortalidad del alma como postulado de la razón pura práctica. ¿Por qué habló después Laín de Bergson y no, por ejemplo, de un coloso como Hegel? Porque con él se entra ya en el pensamiento del siglo Y-X y toda la realidad de la vida se dinamiza con su élan vital. Así pudo alcanzar el conferenciante las filoso filas de Ortega y de Zubiri, que tiene por actualísimas y prometedoras. Por tales las tengo yo, pero me resulta difícil resumir el pensamiento de mi padre, en el que todo me parece importante, y dificil también y atrevido hablar del de Zubiri -con quien compartí muchos momentos tristes y alegres- cuando precisamente fue la única farde en que, por estar de viaje, no pude oír la disertación de Laín sobre su gran maestro.

La novela, la buena novela, es la descripción de sentimientos y deseos, de todo lo que atañe a la fauna del alma. Así como la Edad Media fue la época del alma tallada, el siglo XIX fue la edad del alma pulimentada, pero hay en todo tiempo individuos de alma tosca, elemental, e individuos de alma labrada, llena de irisaciones. Son las almas plebeyas o las almas nobles, que se diferencian porque el alma noble admira y la plebeya envidia. ¿Cuál predomina en esta España nuestra de finales del siglo XX? Dejo al lector la respuesta.

Decía Proust que el alma del hombre es esférica, como una cebolla a la que se le van cayendo con la edad las capas que la envuelven hasta quedar solamente, en la vejez, l'homme barometrique, sensible ya sólo al calor y al frío.

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