Beuys
Muchas veces me siento un Robinson en Madrid. No perdido, sino solitario, desconcertado, perseguido por extraño. Casi siempre, a los perseguidores los imagino guardias civiles de paisano o funcionarios del Banco de España de militar. De repente, de un pelotazo, el otro día comprendí que los perseguidores eran el ex director de la Benemérita y el ex gobernador del benemérito. Yo no me dejo perseguir por cualquiera. Pero, antes de llegar al descubrimiento al pelotazo, quise huir de mi propia película de intriga, de mi ser hombre sombra, y busqué el refugio de una de mis islas preferidas: el Reina Sofia, el sofidú.
Me acerqué a la exposición de mi más acreditado gurú, mi querido Beuys. Siempre, este otro Robinson, este nómada, este caminante por senderos arriesgados, me hace sentir más libre, incluso -perdonen- más profundo. En su obra encuentro algo raro y emocionante, algo no habitual, ni previsible: la gentileza de lo desconocido. Me gustan su charlatanería y su imagen, su mirada y su sombrero. Me enseñó que los chalecos son cómodos para pasear por este bosque tan complicado que llamamos arte. Claro, que el chaleco hay que llevarlo lleno de pensamientos libres y de enigmas, de herejías y de cismas. Lleno de agujeros.
Cuando uno está cansado de lo canónico, de la misma misa de todos los domingos y de ciertas sagradas escrituras, tropezarse con Beuys es un hermoso y, ahora, cercano placer.
Hay un buscador de presencias reales en el arte, George Steiner, que muy bien cuenta que el legado del saber, el "programa de estudios" adecuado, el fraude o el crédito, siempre lo explican y transmiten unos pocos. La mayoría está con el fútbol, con el culebrón o con el bingo por encima de Esquilo y, por supuesto, de Beuys.
El otro día, para espantar mis fantasmas, volví a la exposición del alemán. En mi chaleco llevaba un libro de relatos de Muñoz Molina y la memoria del escritor de Úbeda, que sigo y conozco desde Beatus Ille. Escritor y pintor se me fueron pareciendo. Algo hay en los dos de sinceridad primitiva; algo que quizá tenga que ver con lo trascendente, con lo perdido en alguna infancia. ¿No hay acaso en Muñoz Molina mantas de fieltro, grasa animal, guerra de los antepasados, espíritu de reformador, colmenas de la niñez, sombras religiosas y otras sombras?
En Madrid caben los dos. Y Gordillo y Antonio López. Y Cela y Llamazares.
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