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Reportaje:PLAZA MENOR - LA PUEBLA DE LA SIERRA

La soledad y el ruido

El viajero que pretenda, laudable pretensión, acercarse, más bien alejarse, hasta La Puebla de la Sierra, hará bien en tener en cuenta la teoría de la relatividad y desconfiar de los engañosos mapas. Veinte kilómetros' de escarpada y raquítica carretera son mucho más largos que 100 de rectilínea y amplia autopista. La Puebla de la Sierra se ubica en una comarcal al noreste de la provincia de Madrid, a la que suele llamarse la Sierra Pobre, un adjetivo dificil de encuadrar con la grandiosidad de su paisaje y con su riqueza ecológica: forestal, agrícola, ganadera y cinegética. El menosprecio de la aldea y sobreprecio de la urbe, síndrome de la sociedad moderna, y el aislamiento geográfico de zonas relativamente alejadas de las grandes rutas, propiciaron la marginación y muchas veces la desaparición de milenarios asentamientos campesinos. La Puebla sobrevivió a duras penas, a más de 100 kilómetros de la capital, perdida en un dédalo de tortuosos senderos de montaña.En Buitrago de Lozoya, el viajero ha de aceptar que 20 kilómetros pueden ser más de una hora por la hermosa, mínima y castigada ruta que accede a La Puebla de la Sierra, que primero fue La Puebla de Alfagor y luego, por muchos años, La Puebla de la Mujer Muerta, a causa de un fantasma femenino y recurrente que solía aparecerse por aquellos contornos y que, probablemente ofendida por el cambio de denominación, hace tiempo que no se deja ver por allí. Un gobernador de provincia, Carlos Ruiz, a cuya memoria está dedicada la pequeña plaza de la iglesia, fue el responsable del cambio de nombre. Algunos vecinos idearon llamarla entonces La Puebla de Madrid, pero al señor gobernador le pareció excesiva pretensión para tan mínimo enclave y se quedó en La Puebla de la Sierra. Once familias habitan en el pueblo, pero en sus calles solitarias no se percibe, en esta tarde de finales de marzo, más movimiento que el de una cuadrilla de obreros que levantan lo que, según indican los rótulos, habrá de ser hospedería y mesón. Un par de carteles que anuncian alquileres para fines de semana y el reclamo de un bar, que sólo abre en verano, indican el embrión de un moderado auge turístico que cuenta con bendiciones y subvenciones de la Comunidad de Madrid.

José Luis Bravo Fernández, a sus 18 años, es el habitante más joven de la localidad y trabaja en la construcción del albergue, mano a mano con los otros cuatro jóvenes del pueblo y con albañiles llegados de las proximidades. A José Luis Bravo, hijo de los dueños de la única tienda-bar, su moto todoterreno le sirve para acercarse los fines de semana a Buitrago y a los pueblos de los alrededores y a sus pubs y discotecas. Además, desde hace no muchos años, su pueblo cuenta con electricidad y ya no tienen que ir los vecinos a pedirle a su padre que ponga en marcha el transformador para ver una corrida de toros o un partido de fútbol.

En el bar, Tomás Fernández Martín, abuelo de José Luis y alcalde durante 14 años, hace callar a sus compañeros de ronda invocando su mayor edad y su incontrastable autoridad como cronista de la villa. La repoblación forestal de los años cincuenta, dice Tomás, perjudicó quizás a los ganaderos, pero benefició a los pobres del pueblo que malvivían, como él, dedicándose a hacer carbón, de roble y fresno, que luego vendían, a lomo de borrico, en los pueblos relativamente próximos tras agotadoras jornadas.

Aunque a Tomás le tocó combatir en el bando republicano y sufrir por ello injustas y generalizadas represalias, la guerra civil no llegó a La Puebla, si bien sus habitantes se vieron obligados a proveer de agua y de leña al frente cercano. Tomás Fernández, dice, "ha comido pan de muchos hornos", "pan prestao" en arduos y mal remunerados oficios y, pese a que recuerda el esplendor ganadero del pueblo, 6.000 ovejas, de las que apenas sobreviven unos centenares, y 6.000 cabras, no se olvida de la feracidad de unas huertas que ya apenas se cultivan, tierras a la orilla de un río, riachuelo, sin nombre, generosas para la judía verde, la berza y la remolacha.

Esta tarde las mujeres del pueblo están en la novena, de la Virgen de los Dolores, su patrona, en una iglesia modesta y encalada cuya fachada ilustra un azulejo con la Inmaculada Concepción. A la entrada un cartel eclesiástico recuerda en vano que "la familia es la esperanza del seminario".Entre 50 y 60 personas residen en La Puebla de la Sierra durante el invierno, población que se duplica, e incluso triplica en el estío. José Luis Bravo Fernández, cuya motocicleta debe marcar el mayor decibelaje del pueblo, si exceptuamos el estruendo coyuntural de la maquinaria de construcción, dice que vive entre la soledad y el ruido, inviernos laborables y solitarios y veranos vacacionales y relativamente alborotados por la colonia estival, compuesta en parte sustancial por antiguos vecinos del pueblo y sus descendientes.

Las comunicaciones han mejorado algo con una carretera, agreste y serpeante, pero algo más amplia que la de siempre, que enlaza La Puebla con El Berrueco a través de profundos y despoblados valles, enclaves idóneos para ejercitarse en el budismo tibetano y otras artes contemplativas. Hay quien prefiere dedicarse, sin embargo, a la caza el jabalí y de otras bestias montaraces en estas sierras fantasmales entre cuyos pliegues yacen pueblos abandonados y acechan fantasmas de mucha prosapia.

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En los crudos inviernos, zorras y jinetas se las ingenian para introducirse en los gallineros y los vecinos del pueblo afinan sus instintos cinegéticos para impedir el expolio.

Por lo general, las relaciones de los vecinos con la fauna del lugar suelen ser mucho más cordiales; en tan exigüa comunidad funcionan dos empresas familiares dedicadas a la apicultura que producen una miel de calidad y sin aditivos. La cabaña ganadera local, entre ovejas y cabras, no supera las 500 cabezas y las huertas sólo están para abastecer las necesidades de sus habitantes, aunque Tomás Sánchez, el abuelo de José Luis, ex alcalde y ex carbonero, afirme que en un buen año llegó a cosechar 700 kilos de judías verdes de primera calidad.

La Puebla de la Sierra, guardando las distancias y las proporciones, parece una sucursal del Tíbet en la sierra madrileña, tan lejos y tan cerca de la metrópolis, rústico y humilde paraíso a descubrir, que no a mancillar, por los que quieran apartarse del mundanal bullicio sin traspasar las fronteras de Madrid.

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