Desertores del Retiro
Puro azar. Al escapárseme el autobús y disponer de unos minutos decidí alternar la ruta por el parque del Retiro; desde la pomposa vía que va a dar al estanque hasta la salida por la calle de Alcalá. Un perezoso atajo. Fue el jardín de mi niñez al vivir con mis padres en las inmediaciones. Aquella principal avenida se llama Argentina: para los chicos del barrio fue el Paseo de las Estatuas.Allí estaban, barajados parte de los feroces reyes godos con algunos Austrias, vigilados todos desde la imposible atalaya, sobre la alberca, por don Alfonso XII a caballo. Las conté distraído, con la vista: 13. Sorprendente número, pues van decorosamente emparejadas. Falta una, descendida de la peana de granito como si hubiera ido a evacuar una necesidad, se hubiera escapado o unos codiciosos secuestradores la guardarán en rescate.
A punto estuve de llegarme hasta la comisaría y denunciar la sorprendente desaparición. Al no tener parentesco directo ni indirecto, desconocer siquiera cual era el soberano errante, no corrí el riesgo de incómodos trámites y proseguí el corto caminar. ¿Quién iba a cargar con aquél tosco bloque de piedra, esculpidas las estatuas para ser vistas muy de lejos, cuyo peso conjunto impidió que figurasen en el lugar para el que fueron cinceladas? La idea fue que coronaran un friso monárquico sobre los aleros del Palacio de Oriente, construido, como casi todo el bajo Madrid, sobre arenales:. desistió el arquitecto del arriesgado asentamiento y andan por ahí desperdigadas. Todas menos ésa que ha emprendido una singular aventura: la decimocuarta del paseo, última por la izquierda.
¡Qué pena de parque! Claro que era una mañana del avanzado invierno que desnuda los árboles y hubo sequía. La plazoleta del Pino había envejecido como yo: diría, incluso, que se conserva peor. Los regatos de antiguas lluvias parecían caprichosos, hondos arañazos o arrugas en la faz de la tierra desnivelada que, poco a poco, se va comiendo las manchas marchitas del césped no regado: donde se quedan calvos los setos de boj desatendidos. Sucios, tristes, solitarios jardines.
Proliferan, sorprendentemente, las ardillas, muy bien aclimatadas y, por lo que deduje, tan escasamente nutridas que se acercan a la mano del hombre y, lo que es más arriesgado, a la del niño. Volveré para llevarlas unas avellanas y poder contar algo acerca de ellas.
Imagino al Retiro más poblado en días festivos y soleados. En el respaldo del banco, donde un supuesto mendigo hojea el periódico atrasado, aparece el hosco mensaje racista y da que pensar la quieta soledumbre. ¿Se acabaron las niñeras, las madres recientes, los escolares haciendo novillos, las parejas declinando el rosa rosae del primer amor?
Sopla un leve cierzo contemporáneo de inseguridad ciudadana que se instala cuando llegan las sombras. ¿Quién fue el estúpido alcalde que despidió a los guardas jurados del chambergo, tahalí y carabina de tiros de sal? Les adjudicaron, algún tiempo, la torva misión de reprimir arrumacos entre las parejas, repugnante tarea que empañaba la benemérita labor de velar por las personas y los parterres. En mis recuerdos infantiles fueron la aborrecida vigilancia celadora de que nos subiéramos a los árboles y transformáramos la Gruta del Palacio de Cristal en resguardo y fondeo de piratas de secano.
La culpa es de quienes no buscamos ese rato diario, semanal, periódico para el calinoso tránsito, la caminata, la ronda al sol, como lagartos metropolitanos. Es nuestro parque, nuestro retiro. También, como siempre, tiene la culpa el Ayuntamiento, cuya razón de existir consiste en cargar con las culpas, con el mochuelo.
Eugenio Suárez es escritor.
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