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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Mudos

El avión de Iberia procedente de París, como ya casi siempre puntual, llega a Madrid-Barajas. El revuelo de taxis con y sin taxistas me fuerza a subir a un autobús moderno, quizá ecológico. "¡Buenas tardes!". Dos racaraca metálicos, desagradables, me contestan. Pongo un billete de mil pesetas sobre el tapete verde, satinado, pasado, de otra época, pues ni el conductor corpulento ni la infernal máquina me indican el precio. Cojo el billete, me mancho los dedos de azul y lo guardo en el bolsillo como puro reflejo europeo.Me siento de cara a un sol invernal, cálido e infernal que me quema la paciencia. No hay ni toldillo, ni parasol, ni otro sitio libre dónde refugiarme. Empieza el viaje.

Ningún cartel indicativo del orden de marcha; el origen claro, el destino supuesto. Nadie habla, no por respeto a los demás ni por cansancio, sino por la duda de haberse equivocado o no en el medio de transporte. Todos nos miramos los unos a los otros, intentando descubrir algún gesto que nos indique que el momento de apearse ha llegado.

A los pocos minutos el autobús se desvía de la autopista. Se abren las puertas. Dos hombres de aspecto siniestro, con gabardina azul funcionario, entran. Sin dirigirse al conductor, cosa nada extraña por cierto, agarran la máquina. La miran por todos los lados con mecánico interés. La desmontan. Anotan algo sobre un papel amarillento, o quizá simplemente grasiento. Luego inician, como los hombres de la Gestapo en los trenes de aquellas películas, su andadura por el pasillo.

Por fin llegan a mí. Por abajo, una mano huesuda, y por arriba, dos acentos circunflejos sobre unos ojos espigados, grises, inexpresivos e insensibles.

¡Otro mudo! Supongo que me requiere de esta forma para que le enseñe el billete. Lo busco en mi bolsillo. Hago una pelotilla y se la entrego. Acostumbrado, supongo, la deshace. Me lo devuelve. Se bajan en la siguiente e inesperada parada. Nadie ha tenido que pagar 20 veces el importe del transporte, como por casualidad leo en el único cartel, minúsculo, escrito en el idioma universal, universal incluso para los que ni lo hablan, ni lo leen, ni por supuesto lo entienden.

Nadie se ha movido. Ni un amago. Eso sí, mis vecinos extranjeros intentan seguir el itinerario buscando en sus pequeños mapas de agencia los nombres que figuran en las placas callejeras.

Discurrimos por avenidas amplias y sucias, vacías. Son las cuatro de la tarde. Rápidamente llegamos a un túnel por el que nos adentramos suavemente a lo que parece un aparcamiento. El autobús silencioso, ecológico, se detiene. Un pasajero, que se lo sabía o lo intuía, se levanta con el aire de superioridad propio del que sabe más que los demás, se pertrecha, coge sus cosas y se apea. Todos los demás lo seguimos.

Ni una señal indicando civilizadamente la salida. Taxistas apostando con cada uno por una engañifa. Una escalera hacia el cielo. Subo. Es Madrid. Un dedo, el de Colón, en lo alto me indica la salida.-

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