Oscurantismo y economismo
Estamos todos de acuerdo: el laicismo es la gran apuesta de mañana, nuestra preocupación más actual. El problema reside en saber por qué el tiempo y el espacio cada vez obedecen menos a nuestros mayores más avisados. El número de regímenes seculares retrocede, y las constituciones que no mencionan al Creador, también. Basta con ser humanista para estar a favor de la separación del poder temporal y el espiritual, de la Iglesia y el Estado. Pero es preciso ser un poco antropólogo para resolver el enigma siguiente: la modernidad se ve asaeteada de arcaísmos por los cuatro costados. Y en tanto que este problema no se resuelva, votos, frases y programas humanistas serán apenas sermones y nunca una política.Partamos de la siguiente comprobación: ayer, en las orillas del Mediterráneo, en El Cairo y en Túnez, la brecha islamista en el medio estudiantil se manifiesta primeramente en las escuelas técnicas, luego en las facultades de ingeniería y por fin en las universidades científicas. En los sectores, por tanto, más modernistas, más abiertos al exterior. ¿Acaso no situaban nuestros sociólogos al religioso junto al terruño y las tradiciones? ¿No nos habían anunciado nuestros filósofos, desde hace un siglo, que el progreso técnico y científico, la industrialización y las comunicaciones iban inevitablemente a hacer que se batiera en retirada la superstición nacionalista y religiosa? ¿No vemos funcionar a diario en nuestros editoriales como pruebas irrefutables antinomias heredadas del siglo XIX como las siguientes: sagrado contra profano, irracional contra racional, arcaísmo contra modernidad, nacionalismo contra universalismo?
Nos equivocábamos, sin duda. Nuestra visión modernista de la modernidad era apenas un arcaísmo de la era industrial. Los términos que aparecían contrapuestos en realidad eran correlativos. Cada desequilibrio suscitado por el progreso técnico provoca un reequilibrio étnico. De ahí la confusión entre la homogeneización del mundo y la reivindicación de la diferencia, entre el conocimiento intelectual y el anclaje de los afectos, entre el imperativo económico y la aspiración espiritual.
En cuanto se difumina un lugar de nacimiento aparece una amenaza de muerte. No sabemos ya dónde estamos porque no sabemos de dónde venimos. Nuestros límites territoriales flotan, y la apetencia de recuperarlos crece. Hay una relación necesaria entre la desaparición de los meridianos y la reaparición del mito de los orígenes. Es cierto que la industrialización es antirreligiosa en tanto que deslocaliza: éxodo rural, movilidad de empleo, inmigración y emigración de mano de obra extranjera, movilidad social acelerada, etcétera. Pero es justamente por eso por lo que la industrialización provoca una ferviente reinscripción de los espíritus (regionalización, defensa ecológica, radios locales, asociaciones, forma de vida). Y en los países agrarios sometidos a una violación industrial compulsiva produce también un retorno no menos compulsivo a las fuentes de la identidad supuestamente agotadas por la estandarización técnica.
La modernización de las estructuras económicas, lejos de disminuir el arcaísmo de las mentalidades, lo exalta. La totalización planetaria se ha producido de la siguiente forma: el mundo es uno, y la interconexión de sus partes es cada día más flagrante. Pero en el momento mismo en que la economía se hace planetaria, el planeta político se amodorra. Curiosa circunstancia: a la fluidez acrecentada del flujo de mercancías e informaciones replica una neurosis territorial obsesiva. Nuestro pueblo, siempre más planetario, vive la edad de los nacionalismos, separatismos, irredentismos y tribalismos cuya faz oculta tiene por nombre segregación, guerra, xenofobia. La pulsión que nos lleva al desmigajamiento amenaza antes que a nadie a los grandes Estados multinacionales, de tipo federal o confederal, pero no perdona a los Estados de más antigua civilización y centralización de Europa.
La combinación de integración económica y desintegración política nos llama a reflexionar sobre la interdependencia de ambas. El crecimiento de lo religioso puede leerse como la réplica de una nivelación del terreno económico que deja el campo libre al juego de las demarcaciones culturales, como lugar en el que se expanden las diferencias, así como también como un freno a la uniformización técnica. La identidad perdida aquí se recupera allá. El universalismo suscita un particularismo deliberado, como antídoto de lo homogéneo. Los macroespacios de la desposesión provocan un déficit de pertenencia que vienen a llenar nuevos microespacios de soberanía. La política centrípeta contraataca y la economía se hace centrífuga. La transferencia de competencias a centros de decisión exteriores, incontrolables, suscita apetencias compensatorias para el autoencierro y la autonomía de lo interior. Es preciso entender la universalización bajo su doble aspecto de repliegue y despliegue, contracción y dilatación, desculturización y reculturización. La producción de localismos no niega la mundial¡zación, es su producto. Cada nuevo dispositivo de desarraigamiento libera un mecanismo de contraarraigamiento territorial de tipo religioso. Como si existiera un termostato de propiedad colectiva o un misterioso regulador antropológico que viene a corregir por el integrismo las heridas de la integridad cultural de los grupos humanos.
En el siglo XX se ha producido una invasión religiosa de lo político sin precedentes, por medio de las grandes mitologías seculares a caballo de la lucha de clases y de las luchas nacionales. Nuestras utopías y milenarismos de sustitución habían fracasado, y asistimos al regreso en ofensiva de los antiguos milenarismos, más consistentes y menos falsificables. La huida del campo de lo político por todos aquellos que se sienten desilusionados abre hoy la vía a la invasión de lo político por las religiones reveladas. Movimiento de péndulo. El Estado liberal, mercantilista y minimalista, hace así el juego de sacerdocios y mafias que jamás abandonarán el terreno. "Se destruye sólo porque se sustituye", profetizaba Augusto Comte. La religión no es el opio del pueblo, sino la vitamina del débil. ¿Cómo impedir a los menos privilegiados el lanzarse por esa vía si los Estados democráticos no tienen otra mística que proponer que la prosperidad material en perspectiva? Esta falta de una religión cívica libremente consentida, de una espiritualidad laica y agnóstica, de una auténtica moral política y social hace que prosperen de nuevo los fanatismos clericales.
El mayor aliado del oscurantismo se llama hoy economismo. Si nuestros cínicos se ocuparan menos del índice Dow Jones en las altas esferas, habría quizá menos devotos, aquí abajo, en las mezquitas y en los templos.
Régis Debray es escritor francés.
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