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Tribuna
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Que pierda el otro

Un partido Madrid-Atleti es la confrontación más importante que haya podido concebir el fútbol universal, mejor aún si se trata de choque, encontronazo, guerra sin cuartel, duelo a primera sangre. Un Madrid-Atleti libera todas las frustraciones acumuladas en el accidentado discurrir de la procelosa vida, principalmente si quien pierde es el otro. Entiéndase el matiz: no se trata tanto de ganar como de observar la cara que se le pone al enemigo cuando le amarga el sabor de la derrota. Normalmente suele ser una cara tensa, de cianótico color y expresión crepuscular. ¡Oh, y qué gusto da verla!Al buen aficionado al fútbol lo que le complace es presenciar las incidencias del partido; que el juego sea técnicamente perfecto y de calidad excelsa; que se desarrolle de poder a poder y genere emoción; que al final gane el mejor; y si por añadidura ese buen aficionado tiene militancia o bandería, que el mejor sea su equipo.

La filosofía existencial de atléticos -llámanlos colchoneros- y madridistas -llámanlos merengues- responde, sin embargo, a otros registros. Está por demostrar, incluso, que para militar en la colchonería o en la merenguería haga falta ser aficionado al fútbol. El madridismo es una razón de ser, mientras los atléticos han nacido para morir por sus colores, según solemne declaración de principios que pregonan en sendas pancartas monumentales. Nada se dice allí de tácticas o calidades, pues su ideología es la expresión pura del espíritu inmaterial, trascendente e infinito.

Otros autores de sensibilidad adversa y frío pragmatismo lo llaman a esto irracionalidad. Se creerán muy listos, por eso. Mi amigo Esteban se rebela contra semejante especie y suele decir que demuestra la racionalidad ganándose el pan con el sudor de su frente, cuidando a la familia, dando limosna a los pobres y cortes de mangas a los ricos, y así cada día, año a año, la vida entera.

Excepto los sábados a las nueve, naturalmente. Los sábados a las nueve se convierte en el ser irracional que dicen los autores de sensibilidad adversa y riguroso pragmatismo (o sea, en el espíritu inmaterial que acaba de definir el presente ensayo), se lía la manta a la cabeza, y si no es manta será bufanda con la enseña de su bando, entra al campo, despliega pancarta, se reconforta con un bocadillo de jamón y un largo tiento de bota, canta el himno, manotea, vocifera y anima a su equipo, con la única esperanza de no perderse la cara tensa, cianótica y crepuscular que se les pone a los despreciables, impertinentes, sectarios y feos miembros del colectivo rival.

Toda la grandeza de un Madrid-Atleti se encierra en aquella frase genial que deberían esculpir en los estadios: "Ganar, aunque sea de penalti injusto en el último minuto". Pero todo es mejorable, y aún da más gusto que pierda el otro y ver cómo se va paseo de la Castellana abajo, cabizbajo, mohino, furtivo y con el rabo entre las piernas.

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