Europa, desfigurada
Estamos en tiempo de desolación, es decir, en tiempo de desintegración. Europa era una realidad objetiva, con una forma articulada, abierta y siempre en proceso dinámico de realización trascendente, esto es, en funcionalidad que intentaba, unas veces con éxito y otras con evidente fracaso, dotarse de facciones propias. Europa, bien que mal, poseía rostro. ¿Qué ocurre ahora?Ocurre, sencillamente, que esa totalidad se ha deshecho. No existe Europa. Existen añicos de Europa.. No se trata, quede esto claro, de la desaparición. No se trata sólo de la provisional desarticulación de lo que antes estaba mal ensamblado. No. Ahora asistimos a algo distinto y, desde luego, sumamente dramático, a saber, a la pulverización absoluta. Europa tiende a configurarse como una disonancia y, por eso mismo, su melodía comunitaria se ha desvanecido. Europa es, tristemente, una algarabía.
¿Tiene esto algún remedio? Sin duda que sí. Pero nos falta el sentido de la colaboración multilateral. ¿Por qué? Porque nadie es capaz de dar con la canción común. Una canción que en tiempos poseía resonancia universal, aun cuando nadie, o casi nadie, se percatara de su alcance. Europa tenía sentido más allá de ella misma y lo que parecían salidas de tono eran, en el fondo, voces nuevas que, de alguna manera, engrosaban la coral solemne y secular de su propia entraña.
Pero hoy sabemos muy bien que nada puede aprehenderse con fidelidad si ese algo no ha sido previamente visto, con vigilante, activa atención. Los pueblos, esas objetividades que lo real nos ofrece, no se constituyen como tales si antes no se asimilaron, gracias a la mirada en totalidad, como lo que verdaderamente son, esto es, como figuras. La fenomenología de la percepción tal y como la analizó, por ejemplo, Merleau-Ponty, exige, ante todo, hundirse en lo que la colectividad significa. En lo que ella es. Pues bien, en estos momentos, Europa no es. Europa carece de perfil. Y, en consecuencia, todo es fondo, sin que llegue a constituirse como horizonte. De ahí que la inmersión en el enredo de lo destruido resulte no sólo quimérica, sino, además, estéril. Disponemos de restos, de pedazos más o menos cargados de historia y de cultura, pero, al tiempo, desprovistos de capacidad de entronque mutuo. Se les ha escamoteado su carácter alicuota, es decir, la propiedad de ser el reflejo, por mínimo que resulte, de la totalidad en la que estuvieron taraceados. En definitiva, la desconexión con lo anterior es radical.
Y por eso los restos de Europa se nos presentan, en su mísera condición de jirones, como hechos desmedulados sin clara dimensión transtemporal. No son partes de un todo. Son briznas de lo que pasó. De lo que pasó e, infelizmente, ya no es posible que vuelva a pasar. Nos movemos, ciertamente, dentro del terreno resbaladizo e incómodo de la contingencia. Todo puede acontecer. Todo, menos una cosa: la vieja síntesis.
Nos falta, les falta a los inconexos trozos europeos, la energía, o quizá fuera mejor decir la pura necesidad interna, para empujar en el camino de la síntesis. Entre otros motivos, porque esa teórica suma no se ve por ningún lado. Nadie atina a vislumbrar la nueva línea espiritual, sociopolítica y hasta antropológica, con pulso suficiente y con el condigno poder de seducción, para trabar otra vez lo que antes estuvo trabado. Para inventar una nueva ligazón. Para alcanzar figura de totalidad.
Como no hay síntesis, ni tampoco trasfondo en el que apoyarse, la realidad de Europa se nos muestra difuminada, nebulosa, sin contorno y sin definición.
De todas formas, me temo que mi pintura sugiera algo así como un callejón sin salida. Algo así como una atroz y acongojante aporía de entre cuyas mallas no es posible zafarse. Y esto tampoco se corresponde con la realidad. La imagen que hoy ofrece Europa es cierta mente trágica, desazonadora, inquietante. Pero no equivale, ni mucho menos, a la tiniebla definitiva. Nunca ha acontecido eso en la historia, en la que se transita de épocas de apego a trances de decadencia, en oca siones de irritante decadencia. Unas situaciones se suceden a otras de opuesto signo. Se esfuman enormes y en apariencia sólidas realidades. Sin duda. Mas algo siempre queda. No debe hablarse de la defunción de Europa. Debe hablarse, y ello es ineludible, de desorienta ción, de agonía, de amenazadora ruina. Pero jamás de evaporación absoluta. Europa, deshecha, desfigurada, anárquica y sin rumbo, sigue siendo Europa, esto es, la cabeza. El desvarío puede ser síntoma de insania, de pérdida de contacto con la realidad. Europa, neurotizada, porta en su entraña aquello que, en esencia, mejor caracteriza a la conducta morbosa: la incapacidad de convivencia pacífica y creadora. Mas no nos en gañemos: estamos ante un mal transitorio.
Quizá lo único positivo que yo atisbo entre el alboroto desintegrador de nuestro continente sea la persistencia, consciente o inconsciente, de la esperanza. Los intentos de síntesis que hoy nos es dado registrar se asemejan a operaciones positivamente creadoras. La esperanza en ellas inclusa ahí está, viva, pertinaz, ilusionada. El camino todavía no fue descubierto, la excursión exploratoria todavía no se ha cumplido. Con todo, se intuye que una salida tiene que existir.
Evidentemente, la selva, colmada de detritus, no va a resultar placentera. Por de pronto, no- será nada pacífica. La solución de Europa no es el paraíso terrenal. Habrá luchas, incomprensiones, fanatismos, pero, al fin y al cabo, el realismo y la sensatez habrán de imponerse. Porque si deseamos ver los detalles, ver después de habernos hundido literalmente en el intríngulis de lo real, la condición previa e inexcusable es la de partir de aquello en que la naturaleza humana consiste, mezcla indiscernible y no entendible de razón y sinrazón, de esenciales contradicciones, de feroces y, al tiempo, conmovedoras pulsiones de todo orden. Lo que se consiga no va a consistir en la beatitud universal, sino en, la continuación de la sempiterna batalla entre los hombres. Paul Valéry sostenía que la paz es un estado de cosas en el que "la hostilidad natural" de los hombres entre sí "se manifiesta por creaciones, en lugar de traducirse por destrucciones como hace la guerra".
Si el espíritu europeo ha sido siempre un espíritu en busca de la verdad, como recordó hace ya bastantes años Jean Guéhenno, eso, eso mismo, lo que exige ineluctablemente es, meditar. ¿Meditar para qué? Por descontado que no para elucubrar en torno a instancias metafísicas más o menos vaporosas, sino, por el contrario, para alcanzar un conocimiento más real, más ceñido y más plausible de lo que cada uno es, de lo que cada criatura humana significa cuando se ata -y ello acontece siempre- a la realidad que la envuelve.
Europa necesita una cura de realismo. Nos sobran utopías. Y ya estamos suficientemente aleccionados por la miserable ruta a la que conducen tantas y tantas idolatrías. Europa se ha desangrado por programas inútiles. Ahora está pagando las consecuencias que se nos muestran en forma de escombros, de tristes y funerarios escombros. Mas a esto, Europa, los europeos, no pueden resignarse. No es posible vivir entre restos mortales, y el deber primero estriba en olvidarlos, o, lo que es lo mismo, en darles sepultura. Pero con una condición, con una inexcusable condición, a saber, que la faena de enterradores no agote el juego generacional. Ni nosotros los viejos ni los jóvenes vamos a malgastar lo que nos quede de vida en cavar sepulturas.
Europa fue una cosa viva, gozosamente viva. Por eso tuvo figura, rostro noble. Ahora, en nuestro tiempo, cumple ir sentando las bases para moldear un nuevo, inédito busto. El que Occidente necesita y merece.
Europa no es. Tampoco puede volver a ser. Europa necesita que la inventen de nuevo. Desde las raíces. Inventar es descubrir. Y para descubrir hay que crear, o, lo que es lo mismo, ejercer la libertad, la máxima libertad, la que no obedece a consignas ni . a traba alguna. La libertad contraria a la inercia., Rehacer Europa tiene que constituir un arduo y duro ejercicio de creación inédita, de creación casi ex nihilo. Cualquier otra cosa corre el riesgo de caer en la fantasmagoría.
Y los fantasmas, ya se sabe, carecen de rostro.
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