Solos en la jungla del tráfico
Una mañana en la carretera con Induráin y Martín
Cuando Miguel Induráin, por ejemplo, sale a entrenarse por esas carreteras de Dios, no lleva delante ni detrás una escolta. Va solo, o acompañado por otro ciclista. Es un cicloturista más. Solo en la jungla del tráfico. Es parte de su oficio.Antonio Martín casi se reía cuando el ingenuo desconocedor del ciclismo le preguntaba, en Mallorca, hace una semana, antes de uno de sus últimos entrenamientos, si salía así como así a la carretera. "Siempre lo hemos hecho así, y no puede ser de otra manera. ¿Qué quieres, que todos los días del año estemos protegidos?".
Durante su estancia en Mallorca, un día salió a entrenarse con su nuevo compañero, Induráin. Tres o cuatro horas, 150 kilómetros más o menos, por carreteras estrechas, sin arcén. En paralelo los dos. A Antonio le gustaba más ir a la izquierda de Induráin, aunque el viento soplara de ese lado y tuviera más trabajo para mantener el ritmo.
Y cuando el fotógrafo que les sigue en coche le dice que se vaya a la derecha para que Induráin, su objetivo, salga en primer plano, no pone ninguna objeción. Le da igual. "Era callado y reservado", recuerda Francisco Fernández El Rubio, su masajista de toda la vida. "Y modesto".
Durante el entrenamiento, suave pedaleo, sin forzar, sin llegar casi a los 40 kilómetros por hora, Induráin y Martín charlan. Como dos compañeros de trabajo más. Es su faena. No hablan de ciclismo, a los dos les aburre el tema. Bastante tienen con soportar todos los días a los periodistas preguntándoles por lo que van a ganar, por si son los mejores y qué opinan sobre el recorrido del Tour y de sus rivales. Hablan de sus cosas. Del futuro. Del matrimonio, por ejemplo. "Me va bien casado", le dice Induráin. "Y tú, ¿cuándo te casas?" Antonio no responde, y se ríe, tímido. Hace nueve años que se lo habla con Gemma, una chica de Torrelaguna, "pero de la parte de abajo del pueblo; yo soy de la de arriba".
También hablan de su profesión, y, sobre todo, del futuro. Siempre ajenos al tráfico, que zumba a su alrededor. Ni una mirada a su izquierda, excepto en los ceda el paso o stops. Van abstraídos, a lo suyo. Empiezan a conocerse y se ven parecidos. Callados. Se gustan uno a otro. "¿Y tú has estudiado algo?", le pregunta Miguel. "Creo que es fundamental. Retírate y tener algo". "Sí yo he empezado algo de formación profesional. Y creo que sería un error dejarlo", le contesta Antonio. Son el mejor ciclista del mundo y su posible sucesor. Y van por la carretera como si tal cosa.
Algunos aficionados en coche les distinguen. Y pasan despacio a su lado mientras les adelantan. Miran a su derecha y se pellizcan. Casi no se creen lo que están viendo. Incluso se paran un poco más adelante, en cualquier cruce, y se bajan del coche para aplaudirles a su paso.
Ellos siguen a lo suyo. De vez en cuando echan una mirada a su cuentakilómetros. Ven la distancia que han recorrido y la velocidad media. "Uy, nos hemos dormido, vamos a darle un poco de marcha" se dicen. Aceleran y durante un rato no tienen resuello para hablarse. Van concentrados en los pedales.
Piensan en acabar con la faena. En el momento en que se ducharán, se tumbarán en una camilla y se dejarán machacar por el masajista. Miguel piensa en las manos de Vicente Iza. Antonio piensa, quizás, en las manos mágicas de El Rubio. En los meses de invierno, cuando se entrena por su cuenta en su pueblo, Antonio acude todos los días a Azuqueca de Henares (Guadalajara).
Ayer, a El Rubio, que estaba con el Banesto en Francia, lo que más le dolió fue estar tan lejos. Sólo supo llorar cuando supo la mala nueva.
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