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Nacionalismo en Europa central

En Europa central, la cuestión nacional domina todas las demás. Ya en vísperas de la Primera Guerra Mundial, un congreso sindical reunido en Breno discutió acerca de si los obreros checos eran ante todo obreros o ante todo checos: prevaleció la segunda respuesta, como sucedió algún tiempo después en Alemania y en Francia. Hoy nos sentimos tentados a decir que, tras la caída del comunismo y el triunfo de las políticas liberales radicales, el nacionalismo y el populismo son respuestas a las frustraciones sociales de poblaciones cuyos intereses han sido vulnerados y a las que se ha privado de los medios de expresión política.Este juicio está totalmente fundado -y volveré sobre ello-, pero no corresponde más que a un aspecto de la realidad. No es por razones económicas y sociales por lo que los adversarios de Milosevic levantan la bandera de la Gran Serbia, ni por lo que el nacionalismo más estrecho de miras ha triunfado en Lituania con ocasión de su independencia. También en Occidente, y concretamente en los países que registran una fuerte inmigración, la conciencia étnica se fortalece y hace que cada vez sea más artificial una política de integración jacobina a la francesa.

Si queremos comprender los problemas actuales de Europa central no podemos dejar de reflexionar sobre los múltiples sentidos del nacionalismo y de la conciencia nacional. Para esos países, la cuestión es llevar a buen término su transición hacia Occidente y la economía de mercado, pero también constituirse como naciones, ya que no sólo proceden del comunismo y, por tanto, de la ausencia de democracia; también proceden de imperios (turco, austrohúngaro, ruso o soviético), y por ello no han participado realmente en la construcción de Estados nacionales que se llevó a cabo en Europa occidental y América del Norte siguiendo la pauta de Gran Bretaña y Francia, y después con la participación activa de Suecia, más tarde de Estados Unidos y más tarde aún de Alemania y de Italia, mientras España participaba sólo parcialmente en ese modelo por haber sido durante mucho tiempo el centro de un imperio que se extendía por Europa y fuera de Europa.

Sería un grave error no reconocer el lado positivo de la conciencia nacional. La propia democracia se basa en la ciudadanía tanto como en la representatividad de los Gobiernos y en la limitación del poder del Estado por los derechos fundamentales. Y más grave todavía sería acusar a los nacionalismos rivales de ser responsables de la tragedia yugoslava. No es un odio secular lo que divide a serbios y croatas, ni -incluso en Bosnia- a estas dos naciones y a los que se llama musulmanes, que son bosnios islamizados, sino la política de purificación étnica iniciada por Milosevic. No tiene nada de escandaloso que los croatas quieran un Estado croata, y hay que reconocer incluso que los serbios tienen todo el derecho a querer, en el momento de la fragmentación de Yugoslavia, que la Krajina serbia se desprenda de Croacia para adherirse a una Serbia que desborde los límites en los que la encerró Tito. No es escandaloso que azeríes, armenios y georgianos deseen tener un Estado nacional, al igual que los lituanos, los estonios o los letones. Y sabemos que la conciencia nacional desempeñó en Polonia un papel esencial en la formación y el éxito del movimiento Solidaridad.

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Pero en Europa central, como en otras partes del mundo, la nación no debe separarse de la ciudadanía si se quiere que sea un principio de libertad, y por ciudadanía hay que entender la pertenencia a una sociedad nacional definida no por la historia o la cultura, sino por unas leyes que expresen la soberanía popular. La nación es un principio positivo cuando es la forma concreta que adopta la "voluntad general", dicho en palabras de Rousseau; se convierte en un principio negativo cuando enfrenta una identidad y una historia específica a fuerzas o principios universalistas, ya se trate del dinero, la ciencia, la información o la libertad. En Polonia, la idea nacional ha estado asociada con la idea democrática; en Hungría, la existencia de un sistema político abierto, capaz de gestionar las tensiones generadas en la sociedad, es lo que ha impedido que triunfen los brotes nacionalistas, a pesar de la gravedad de los problemas que afectan a las minorías húngaras en Eslovaquia, en Voivodina y en Transilvania. En Bulgaria, antes de la instauración de la democracia, se ejercieron vivas presiones contra los turcos, numerosos en el sur, y la ausencia de una democracia organizada en la antigua URSS es lo que ha conducido a la guerra entre azeríes y armenios, así como a los intentos de fragmentación de Georgia y de la propia Rusia.Se habla con mucha ligereza de la victoria de la democracia en Europa central, únicamente porque los regímenes comunistas se vinieron abajo tras la caída del muro de Berlín. En realidad, no habrá democracia sólida mientras no se cree la alianza de la conciencia nacional, la libertad política y la defensa de los intereses de las categorías más numerosas. Por el contrario, el imperio del mercado en los países cuya conciencia nacional es débil o está amenazada provoca esos brotes nacionalistas y populistas tan visibles hoy día y que ya han conducido a la división de Checoslovaquia y acaban de obtener un éxito inquietante en Rusia.

De hecho, lo que podría triunfar -y ya lo ha hecho en algunos países- no es el nacionalismo, sino una dictadura nacionalista o patriotera. Es lo que sucede en Serbia y podría producirse en Rusia, ya que puede pensarse que Zhirinovski no es tanto un peligro en sí mismo como un peón movido por fuerzas del Ejército y del KGB que piensan en un golpe de Estado para salvar lo que los dictadores brasileños, chilenos y argentinos llamaban la seguridad interior.

Si se condenaran todas las formas de reivindicación o de afirmación nacionales, se haría de la conciencia nacional el aliado de golpes de Estado militares, mientras que puede fomentar perfectamente acciones democráticas, como se vio durante la Revolución Francesa, o en Polonia durante todo el siglo XIX. Pero ¿qué hay que hacer cuando este nacionalismo agresivo está presente y conduce a los horrores de la purificación étnica, tan inaceptable como los campos de concentración hitlerianos? Sabemos bien cuál es la respuesta, aunque ninguno de nuestros Gobiernos se atreva a reconocerlo. La única protección eficaz sería la incorporación de estos Estados nacionales a una unión europea, o al menos a un conjunto de Estados asociados, supeditando su participación en las ventajas del mercado europeo a que combinaran la conciencia nacional y los derechos humanos. Para ser más exactos, la condición de ingreso en la Unión Europea debería ser la formación de Estados nacionales democráticos.

Si Occidente hubiera hecho los esfuerzos necesarios para abrirse a Polonia, a Hungría y a la antigua Checoslovaquia, a Serbia, a Croacia o a Rumania, les habría costado más mantener regímenes que son, en diversos grados, no democráticos. En este sentido puede decirse, en efecto, que la economía dirige la política, algo que se ve en Serbia, donde el embargo fortalece a Milosevic y a los nacionalistas radicales, mientras los cascos azules no son más que una garantía que se da al dictador serbio de que los ejércitos occidentales no intervendrán. Pero en una Europa que sólo habla del libre comercio y que ya no sabe comprender el hecho nacional, ¿cómo se podría favorecer la conciencia nacional para impedir la formación de nacionalismos agresivos?Son el seudoliberalismo y el reino de los mercados transnacionales los que generan como reacción, tanto en Europa como en otros lugares, el auge de los nacionalismos, que ya no son medios de unir la economía y la cultura, sino, por el contrario, de defender una cultura y el poder político que habla en su nombre contra las fuerzas lejanas de mercados dominados por las potencias extranjeras. Mientras Europa occidental no elabore para sí misma una política de las nacionalidades, será incapaz de impedir que los dictadores del centro y el este de Europa transformen la conciencia nacional en una fuerza de represión de las libertades, de destrucción de las minorías y de agresión.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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