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El público

Vicente Molina Foix

El teatro del mundo es duro, y no hablo de sus asientos. La escena de nuestras correrías diurnas nos hace odiar y sufrir, despertar pasiones, defraudar, delinquir, desear frutos de una rama que el cuerpo no alcanza. Así de amargo y duro es el gran teatro de nuestro comprimido mundo de seres vivos regulares.Afortunadamente, la noche es benigna, y para aquellos que no se resignen con volver a casa a matar el último rato ante el televisor o a beber sólo, solos, el caldo bobo del soltero o a encerrarse con el juguete de la familia numerosa, la noche ofrece el más variado margen de refugios de pago. Durante el día, así, somos protagonistas de la obra de la vida corriente, según el repertorio clásico: hoy soy yo el actor de tu drama, hoy tú destrozas las ilusiones de mi comedia con tu brusco desenlace, mañana tú y yo nos despeñamos -por el otro- en la tragedia. Y cae la noche. De noche, usted y yo podemos pagar la entrada más privilegiada del mundo: la que nos da derecho a ser sólo público sentado, oscuro, impasible.

Desdichadamente, en España la carga de las penas del día es tanta o el afán de protagonismo tan grande que el ciudadano no se resiste, al entrar en la sala elegida, a comportarse sólo como espectador, rompiendo así la antigua y venerable dicotomía emisor / receptor. Asistir con público en España a un concierto, o una función de teatro, o una proyección cinematográfica, conlleva obligadamente otro espectáculo paralelo, en el que tus vecinos de butaca pueden competir con el actor o la soprano generando su propio ilusionismo sonoro. En España, quiero decir, todo arte de representación se produce en dos frentes: el que sucede delante de ti y lo que se arma alrededor de ti.

Primeramente, el retrasado, una desgracia que a todos puede un día tocarnos. El retardatario (me gusta la aliteración maligna del galicismo) llega de mal humor, porque el embrague se le ha soltado a tres manzanas del teatro, la novia -que lleva los billetes- le ha dado plantón, o el autobús ha echado cuando no debía humo negro. Se le comprende en esa común agonía de contratiempos. Pero no es del todo comprensible que en lugar de pedir, silenciosamente la disculpa que solidariamente le concederíamos vaya el muy retrasado y nos pise, nos dé con el paraguas en las canillas, se lleve con el vuelo del faldón de su impermeable nuestro programa de mano y tarde cinco minutos de bullebulle en acoplarse al ámbito recogido de la sala: esos cinco minutos que dura el monólogo más enigmático de Hamlet, que ya no volverá.

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Constitucionalmente, el retardatario llega sofocado por su entrada de efecto retardado, y ya se sabe que esas congestiones producen tos. A un promedio optimista de diez retardatarios por sesión, la estadística nos promete que en los diez minutos posteriores a una entrada de retrasado y en diez metros a la redonda la tos retardataria dominará nuestro campo auditivo con su convulsión. Eso en verano.

Inevitablemente, una vez al año llega el invierno, aunque en Madrid está llegando ahora dos y tres veces por temporada. Con el invierno, el virus. Con la gripe, la inflamación, y con ella, otra tos, no eventual, no intempestiva, no vergonzante, sino segura de sí, fragosa y en propiedad. La tos que acompaña como leitmotiv el recital de piano, la habladísima película de Rohmer, la comedia de chascarrillos arruinados por la tos. Y qué toses. Uno ha viajado y ha oído toses aquí y allá, tos crónica, tos flemática, tos-ferina. Como la tos del público español de teatros no hay dos, por su intensidad, por su cadencia en cascada, por su momentum dramático: sabe coincidir con la palabra patética del drama o el agudo más virtuoso del tenor.

Antropológicamente, el español es un pueblo locuaz, y a nadie puede sorprender a estas alturas que el señor de la fila de atrás comente a su señora los pormenores del día en la tienda, o que las amigas aprovechen no el estruendo de un tutti de la orquesta, sino el más delicado solo de violín para intercambiar confidencias de oficina. Y eso que hay habladores que por lo menos adecuan su cháchara al espíritu del lugar; son los que dan con el pie en el suelo para refuerzo de la sinfonía, o, alternativamente, en zarzuelas, se anticipan a la tiple en su romanza, cantada de padres a hijos, los que dan la razón en voz alta al chico de la película y lanzan sus denuestos a la mala, los que no paran de decir lo viejo que está el bueno de Sean Connery o, hay gustos, lo bueno que está el viejo Sean Connery.

Habladores bajo techado, así pues, pase, pero, de verdad, ¿éramos tan golosos? Empieza a preocupar, por si se trata de una regresión a fases de oralidad primaria o a una mutación infantiloide, quién sabe si de raíz política, el hecho de que no haya hoy espectáculo de cine o teatro que no esté acompañado de un chupeteo mayoritario de productos glucosos. Caramelos, pastillas de colores variables, regalices, chocolatinas y otros derivados del cacao son -en una inspección somera de vecinos de asiento- desenvueltos, primero, de su envoltorio de celofán y mascados, chupados, mordidos o sorbidos después con estruendo de boca y bramar de estómago, mientras, ajeno a tal clamor de la sala, el actuante lejano sigue su curso artístico. Aunque, dicho en descargo de estos chupadores compulsivos, los hay que tienen el detalle de desplegar el papel de la pastelería o abrir el tubo con lentitud, confundiendo en su ingenua regresión pueril la velocidad con el tocino del cielo. El crepitar o el click del goloso parsimonioso se alarga y suena más (al Sur, sobre todo en la comisa valenciana, la golosina se hace carne de vegetal, y los cines se llenan de otro crujir de dientes: el que producen pipas de girasol y altramuces, que al fin de la sesión alfombran con sus cáscaras la salida crujiente de los espectadores).

Últimamente se habla de la crisis del cine y el teatro, que es siempre el eufemismo de una sala vacía. No seré yo quien en tiempos de tanta deserción ponga peros a la llegada de nueva gente dispuesta a pagar por un lbsen o un Calvo Sotelo. Y es en razón de eso que nada hay que objetar al uso observable de vez en cuando -y sin duda, prometedor- de la asistencia de niños a teatros, con o sin padre. Niños que se comportan como niños (de pelito rizado) que en una obra de Marivaux silbaban no los besos, sino los renuncios. Niña que logró hacer seis avioncitos con las páginas del programa de Rigoletto; todos volaron bien, yendo el sexto a caer a los pies del jorobado. Niños -cinco- de una misma familia que se aprendieron a lo largo de Tristán e Isolda un medley de la obra para canturrearlo a mitad del tercer acto, y nada mal, en una variante de quinteto vocal.

Si el cine -y en general todas las artes representativas- es, como decía LévI-Strauss, "sustancia de los sueños", lógico es que al calor de una sala apagada el público se duerma. Nada tengo en contra de ese gusto solitario. Dormir, tal vez soñar, y hasta fornicar (como tengo entendido que sucede en salones especializados de grandes capitales) mientras el resto de la audiencia se contenta con escuchar y ver, puede ser saludable: lo malo es cuando el durmiente ni es bello ni silencioso y acompaña sus sueños con la pesadilla del ronquido. Soy testigo de que algún dormido, despertado de golpe de un western por la estampida de un rebaño, ha escupido su más ronca amargura en el suelo, al modo tradicional español.

Temerariamente, pese a todo, y dado que uno vive donde le ha tocado vivir, seguiremos yendo a la caída de la noche a nuestras bulliciosas salas de espectáculos. La sociología, me acaban de decir, tiene también respuestas para esa rimbombante anomalía del carácter patrio, basadas, creo, en el influjo desestabilizador de la televisión, la dispersión de las conductas y una pérdida de fe en lo sagrado, en lo irrepetible. No las oigamos. Preferible es concentrarse en el motor interno de nuestra mirada, de nuestra muda y rica soledad de espectadores. Con la esperanza de que un día llegue a ser tan fuerte que salte indignada de su silencio y moleste al de la butaca de al lado en el momento en que, aprovechando el lirismo de la cuerda, esté a punto de prometer amor eterno a su novia, que ya se ha terminado la bolsa de las palomitas.

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