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El huerto

Ángel S. Harguindey

En esas antítesis del conocimiento y el placer que son algunas tertulias radiofónicas, se suele hablar de "la cultura del pelotazo" para tratar de definir una de las características del final de siglo. Se refieren al éxito espectacular y especulativo. Todo vale si el enriquecimiento es rápido y sustancioso.El problema, uno de ellos, es creer que la acumulación del dinero es un signo de inteligencia. En realidad es, simplemente, ser rico. Sin más.

Frente a eso se reivindica la austeridad, la satisfacción del deber cumplido. Nada más engañoso. Unos y otros aceptan al trabajo y al capital como únicos baremos por los que medir al ser humano. Todo gira en torno al mercado y la productividad: el dinero es Dios.

Afortunadamente existen gentes cuyo fin no es acumular oro, ni rentabilizar nada, ni, por supuesto, mitificar los deberes y obligaciones laborales. Son personas que buscan el huerto de la felicidad, un campo fértil e inagotable si se sabe cultivar; que exige -entre otras muchas cosas- compartirlo para saborearlo plenamente. Seres humanos que crean belleza, que generan armonía, tolerancia, sabiduría o que sencillamente saben gozar intensamente de lo cotidiano.

Es cierto que el sistema (el mismo que aborrecía Amory Blaine por permitir que el más rico se llevara siempre a la mujer más hermosa) no suele premiarles, pero tampoco buscan recompensas tangibles, al menos como único fin. Les basta con disfrutar con lo que hacen y sienten: la pasión es el motor de su historia. Y de todo ello surgen instantes de esplendor quizá fugaces pero inolvidables: desde el delirio de un enamoramiento a un cuadro, un texto, una pieza musical, un gol, una faena, un cante o un toque de guitarra, una comida, un viaje... Tantas y tantas cosas que, pese a todo, consiguen alimentar la esperanza en el género humano en tiempos de depresión.

Hablamos de gentes y hechos como Francisco Ayala, Julio Caro Baroja, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Enrique Morente, Romario, Cachao, Curro, El Bola, los trigueros a la plancha con all i oli, los crepúsculos madrileños desde cualquier autovía... de las cosas bien hechas porque lo pide el cuerpo, el corazón.

Hasta podemos hablar del trabajo cuando se acepta como ineludible y no sólo como una maldición. La riqueza, el capital, es indispensable para la supervivencia, pero es un mero soporte para la búsqueda de ese huerto próximo y poco explorado que es el placer de vivir.

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