Miedo en el infierno de Estambul
El Barcelona y el Galatasaray se tuvieron respeto y jugaron para empatar
ENVIADO ESPECIAL El miedo reinó en el infierno de Alí Samí Yen. Fue un encuentro de cobardes más que de ángeles contra demonios. Ni ardieron las calderas de Pedro Botero ni cantaron el ángelus. No hubo baño turco ni gesta azulgrana en un estadio en el que nadie ha ganado desde hace 11 años. Hubo mucho humo y poco fuego. El calor que transmitió la hinchada no llegó al alma de los contendientes. Los dos, Galatasaray y Barcelona, firmaron un armisticio, y en paz.
Resultó un fiasco. Un partido asqueroso. El Galatasaray nunca se disfrazó de Kaiserslautern. Más que ganar, quería no perder. Lo mismo le sucedió al Barcelona. Cruyff montó un equipo para un partido y con el único fin de negociar cualquier resultado que no fuera una derrota.
Quizás porque ya había demasiado humo en la grada turca como para poner a un búlgaro en la cancha, el técnico azulgrana dejó al temperamental Stoichkov a salvo en el palco en beneficio de Laudrup. El choque exigía más cerebro que corazón. Había que enfriar una confrontación de salida muy encendida. El siguiente trazo de Cruyff en la pizarra no constaba en el abecedario de la previa futbolística al partido. Puso una guardia pretoriana (Koeman, Ferrer, Juan Carlos, Nadal, Bakero y Guardiola) para blindar a Zubizarreta en su regreso al marco, y en medio dejó caer al más liviano y novel de sus soldados, el debutante Sergi, lateral zurdo del filial, de 21 años.
Poner a un crío en las tinieblas fue, a primera vista, más que un presunto infanticidio o un paso más del entrenador en su intento de intimidar a los veterans, un atrevimiento en una alineación muy conservadora.
El informe del ayudante ToniBruins sobre el Galatasary debió de causar tanto temor en Cruyff que no tuvo reparos en tirar de conceptos que se suponían obsoletos en el manual del portavoz del fútbol ofensivo. Corrió a Juan Carlos hasta la medular para atar a Tugay, el ordenador del campeón turco, mientras Sergi cuidaba del flanco izquierdo. Fue un marcaje de los de antaño, a cara de perro, por todo el campo, que alivió el trabajo defensivo del equipo y, en contrapartida, ahogó una vía de salida ofensiva. El Barcelona defendía con uno más y atacaba con uno menos.
Los urcos no perdieron el oremus, pese a que la grada olía a pólvora desde el inicio. También tenían miedo. No eran ingenuos y sabían que el partido era muy largo y que éste era su debú en la Liga de Campeones. Bien armado atrás, con unos zagueros que levantaban dos palmos más que los guerrilleros azulgrana, el Galatasaray no dejó que Guardiola le diera aire a la contienda, procuró que el cuero estuviera en los pies de los menos dotados (Ferrer y Juan Carlos) y atacó con premeditación en jugadas muy marcadas.
El partido siempre estuvo a expensas de un error individual. Los turcos dominaron la tensión mejor que los azulgrana en el primer tiempo, mientras que en el segundo se cambiaron las tomas. Ni unos ni otros acertaron en el estoque en las contadas ocasiones de gol que fabricaron.
No hubo síntomas d e cambio ni cuando se lesionó Juan Carlos. Cruyff, tan nervioso por el suceso que salió al campo a pedir explicaciones al árbitro por la ntrada recibida por el lateral, tuvo que corregir el choque a vuelapluma. Intentó modificar el sentido del juego. Dio entrada a Amor y le puso sobre Tugay, pero el partido siguió el mismo discurso inicial, con la salvedad de que en la cancha había un centrocampista más y un defensa menos.
El fin justificaba esta vez los medios. Había que gestionar un resultado positivo para recobrar una credibilidad puesta en duda por el propio Cruyff El choque llegaba en un momento delicado para el Barça. Humillado en casa por el colista, no podía encadenar una segunda derrota, un hecho histórico hasta ahora en el expediente de Cruyff.
Firmó un empate. Nada nuevo, el guión de ese partido ya estaba escrito. Fue una copia del jugado en San Mamés, síntoma de que las disfunciones en el juego azulgrana siguen latentes y se repiten. En Estambul, tal como pinta el Barça de Cruyff, incluso se le podía perdonar de nuevo lo único que, de corazón, se le debe recriminar a este equipo: no marcar un gol. Romario lo tuvo en sus pies, pero falló, en dos ocasiones. Las mismas que tuvieron los turcos.
El Barça no marca goles ni crea las ocasiones de antaño. Eso puede cuestionar el método de Cruyff. El técnico, en cualquier caso, sólo había exigido a sus alumnos oficio y entrega. Y ayer cumplieron. Un empate es bueno para empezar la Liga de Campeones. No está el patio para pedir florituras. Los resultados valen más que el espectáculo, una cruel conclusión para un técnico que siempre da un paso más que los otros en su intento por desdramatizar el fútbol y darle un talante divertido.
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