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Magna Callas

Hoy se cumplen 17 años de la muerte de María Callas. Es una fecha que inspira gran respeto, en la evidencia de que su legado continúa vigente y siempre aprovechable. Lo es en nuestros tocadiscos, lo es en nuestro afán coleccionista, siempre a la búsqueda de actuaciones en directo, hasta hoy perdidas que irrumpen de pronto, con las ráfagas de la innovación y la llamada irreverente de la modernidad. No debemos dejar de lado ninguna de esas grabaciones piratas: testimonian cómo en una sola noche, en el Bellas Artes de México, Callas pudo cambiar la visión normalmente aceptada del personaje de Aida. Nos asombran recordando que hace más de 30 años, en Verona, innovó la tradición verdiana en una sola representación de Las vísperas sicilianas. Joya tras joya, esas grabaciones nos confirman que todavía no lo sabemos todo sobre su arte. Siempre existe una Norma, siempre una Lucía más conmovedora que la de la noche anterior.Todavía hoy, su lectura de determinadas partituras contiene soberbias lecciones para artistas y espectadores. Ni los primeros volvieron a cantar como antes, ni nosotros volvimos a escuchar de la misma manera. Es particularmente cierto que su estilo marcó a dos generaciones y que su atractivo contribuiría a ganar para la ópera un público nuevo y entusiasta (por lo menos en la misma medida que lo conseguían las aportaciones de grandes metteurs en scene llegados de otros campos).

Se han repetido hasta la saciedad las virtudes y defectos de la Callas, sus condiciones de caso único, su recuperación del modelo de soprano absoluta vigente en la lírica del XIX y desterrado, después, en provecho del verismo. Si bien sabemos que ella sirve a la perfección algunos personajes de esta escuela (es impresionante en Santuzza), aplaudimos con mayor fanatismo sus decisivas aportaciones a Bellini y Donizetti. Pero ni siquiera aquí se agota su legado. Basta con escuchar atentamente las grabaciones de sus clases magistrales en Juillard para comprender que el genio no se debía únicamente a un milagro de la naturaleza ni, desde luego, a una cuestión di gusto. Cierto que contó con unas condiciones naturales privilegiadas, pero no llegaron a la cumbre sin un profundo proceso de racionalización, patente en aquellas clases famosas. Que su carrera fue el triunfo del genio dirigido por la inteligencia parece hoy fuera de toda duda. (Su profesora Elvira de Hidalgo revelaría que forzó los recursos de su voz, propia de contralto, para enfrentarse peligrosamente a las elevadas exigencias del bel canto).

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Sería banal recurrir a la mitomanía, como se hace a menudo. Esto sugiere una asimilación frívola, adecuada a los devaneos de cierto público que busca en la ópera un sospechoso modelo de autorrealización. Sugiera, para entendemos, una lectura mariquita de fenómeno operístico. Esta tendencia ha sido particularmente explotada por cierta crítica francesa cuyos panegíricos -en realidad, declaraciones de amor- provocan verdadero sonrojo. Los textos del crítico Segalini, sin ir más lejos, son un prodigio de insensatez enmascarada de alto estilo. Igualmente algunos de Jean Pierre Reiny. Y, todavía más recientemente, en un maravilloso álbum fotográfico, Yves Saint-Laurent publicó un artículo cuyo título lo dice todo: Los dioses se aburrían y llamaron a su voz. En realidad, se trata de un penoso ejemplo de la actitud que acabo de citar: "... Pure comme une escarboucle, Néréide, Morgane, Armide, Melpoméne, théátreuse monstrueuse, hors de nous. Tu as chanté et nous ne savionspas que cette apothéose masquait le cataclysme. Toutfondait, tout basculait, tout mourait dlamour. Tout allait mourir... "

Mientras esperamos el ensayo sobre la cursilería francesa que todavía se nos debe, seguimos asistiendo a la canonización de Callas desde los frentes más sospechosos. Conviene temerlos más que a un nublado. Al fin y al cabo, en el terreno de la apreciación, los llamados viudos de la Callas constituyen una especie tan pavorosa como los hooligans. Por fortuna, el legado de María Callas es mucho más importante que el onanismo de los adoradores. Su exégesis no puede limitarse a una puesta en escena más o menos suntuosa de Zeffirelli o a la cantidad de recuerdos que es capaz de invocar por minuto. El legado de Callas abarca el arte del canto entendido como totalidad y si bien se ha repetido a menudo qué en algunos papeles nunca estuvo a la altura de otras artistas (la Cio-Clo-San de Victoria de Los Ángeles es superior) lo cierto es que les imprimió un sello inconfundible. A veces, más que sus logros puede importar lo ambicioso de la aproximación desde el terreno musical y caracterológico. (Ha habido excepcionales intérpretes de Floria Tosca, por ejemplo, pero la aproximación de la Callas continúa deslumbrando por su profundo entendimiento de la teatralidad).

En su inapreciable volumen Voces paralelas, Giacomo Lauri-Volpi, con los debidos respetos, compara su voz con la de ventrílocuo. En realidad dice, sin decirlo, lo que han declarado muchos admiradores: no es una voz fácil de asimilar en un principio y, desde luego, no es de las más bellas del mercado. Para acercarnos al Nirvana las hay más afinadas. Si fuese una cuestión de colorido vocal, la Callas tendría todas las de perder ante una Tebaldi o una Sutherland. No digamos ya enfrentada a una Caballé.

Pero el secreto de aquella voz no residía en la belleza. Un escritor tan poco sospechoso de afición a la ópera como fue Josep Plá supo verlo de manera clarividente en un artículo sobre el Liceo, publicado en Destino. Era el momento culminante de la gran rivalidad. Plá resumía el pleito resaltando los valores tranquilizadores de la voz de la Tebaldi (necesaria, pues, para la complaciente conciencia de la burguesía barcelonesa) y la oponía al desasosiego, la inquietud que produce la voz de la Callas, más irregular y, cuando se descontrola, chirriante incluso. Lo que hace única es su sentido de la expresividad, su dominio total de la misma. Plá llega a buscar sus raíces en el sentimiento trágico griego, aun sin conocer, supongo, sus excepcionales interpretaciones de Medea (la que cantó en Dallas es justamente legendaria). Pero insisto en que Plá no era aficionado a la ópera; se limitaba a efectuar un retrato del ambiente del Liceo y los gustos de su público. Era el apogeo del tebaldismo, y al recordarlo ahora conviene reparar una injusticia posterior: la indudable grandeza de la Callas no nos autoriza en absoluto a menospreciar las excelencias de la señora Tebaldi, como todavía hacen algunos exagerados en revancha por los ultrajes del pasado.

Para ceñirnos a la fortuna crítica de la Callas en nuestras latitudes es oportuno rescatar el artículo que José Monleón publicó en la revista Triunfo a raíz del recital de 1958, en Madrid. Fue un acto que despertó una expectación insólita, basada en la explosiva leyenda fabricada por la prensa. -Monleón fue de los pocos que supieron salvar la barrera del escándalo, enfocando a la Callas como fenómeno teatral. Destacó, al igual que Pla, los aspectos que más pueden fascinar en una primera lectura: su arre batadora presencia escénica y sus capacidades de gran actriz. Esto es algo que ni siquiera sus detractores supieron negarle: se sabía, se sabe, que después de ella las cantantes de ópera han aprendido a vivir el personaje, pero quiero añadir que ni siquiera esta innovación basta para agotar el fe nómeno. Si la fuerza de Callas se hubiese limitado al arte dramático, bastaba con darle un texto de lbsen. Pero la ópera necesita voz, como olvidamos demasiado a menudo; la ópera es música y las facutades dramáticas de la Callas, para ser debidamente apreciadas, deben entenderse como un acto de musicalidad. Y, siempre, desde una concepción sor prendentemente moderna. Una de las regla que el esnobismo actual ha olvidado es que una cantante puede ser una excelente actriz y fallar estrepitosamente en el terreno vocal, invirtiendo los términos de la apreciación en el pasado, cuando sólo se atendía a las filigranas vocales en perjuicio de la credibilidad del personaje. Como ejemplo de la actitud presente, hemos visto a cantantes de escasa voz -y a veces desagradable- que eran elogiados por sus recursos en la mímica. Craso error que se cumple cuando los adoradores se vuelven más callistas que la Callas.

En un libro fundamental sobre su carrera (el de Ardoin y Fitzgerald), Luchino Visconti declaraba el placer de trabajar con una cantante que sabía moverse por el escenario y parecía una re

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