Dentro y fuera
Hace unos días, encajonado en la minúscula área de fumadores del aeropuerto de Heathrow en compañía de unos cuantos aspirantes a cancerosos, comprobé una vez más que se va cerrando el cerco en tomo a todos aquellos que, según esta sociedad políticamente correcta que padecemos, insistimos en atentar contra nuestro cuerpo. Lo que también comprobé es que el entorno, cada día más hostil con fumadores y bebedores, partidarios moderados de la destrucción interna, es, al mismo tiempo, extremadamente tolerante con los defensores de la destrucción externa. Mientras los apestados del tabaco nos hacinábamos en nuestro corralito, por la amplia zona saludable deambulaban a sus anchas mutitud de caballeros aficionados a castigar su cuerpo por fuera a base de taladrarlo con pendientes y decorarlo con tatuajes de dudoso gusto.El tatuaje, antiguamente, estaba reservado a los legionarios y a los convictos. Actualmente, está al alcance de cualquier pringado con pujos de poeta maldito, rockero o estrella de Hollywood. Lo mismo pasa con los pendientes, que, siguiendo esa extraña moda del piercing, la gente se coloca en la nariz, la ceja o (se lo juro) las tetillas. Así estamos asistiendo al nacimiento de una nueva especie de mutantes que afea considerablemente el decorado urbano y con la que, sin embargo, nadie se mete. No lo encuentro justo, francamente.
Especialmente porque una tajada se disipa tras una resaca más o menos cruel, mientras que el tatuaje es eterno. Que se lo pregunten a Johnny Depp, recién separado de Winona Ryder. ¿Qué hará con ese tatuaje que se hizo grabar en un arrebato de romanticismo (o estupidez) y que rezaba Winona forever?
Si el señor Depp quiere volver a ligar ya puede ir pensando en cortarse el brazo.
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