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Tribuna
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Depresión

Temo la rentrée casi tanto como detesto las vacaciones porque he llegado a la conclusión de que las vacaciones fueron una conquista social más del funesto frente popular y hay que volver a asumir que la condición del hombre es la de no tener dónde caerse muerto. Quizá tengan razón los días laborables. Pero este año la vuelta a empezar me parece especialmente deprimente. Ni siquiera me seduce como espectáculo catártico la quiebra colectiva que se avecina cuando los acreedores se lleven a Disneylandia las obras de la Cartuja, las de Barcelona, la colección Von Thyssen, la orca cautiva de Barcelona, la puerta del Obradoiro, al ex juez Garzón, el proyecto 2000 en incunable... Nos tendremos que vender hasta a Almodóvar y sólo una suscripción pública podría evitar que nos tuviéramos que traspasar a Samaranch a Australia, como referente imaginario distinto y distante.Y ni siquiera la alteración de la sangre en el combate dialéctico y acusatorio contra los desastres del poder podrá hacernos salir de esta sensación de derrota biológica e ideológica que incluye la desconfianza hacia los boleros y la sospecha de que estamos peor que ayer, pero infinitamente mejor que mañana. Felipe González ha empezado a inspirarme ternura, y en mi casa siempre tendrá un plato si vienen mal dadas y consigo superar la angustia de ganarme la vida metiéndome con él, sobre todo cuando le veo tan peligrosamente desorientado y liquidando modernidades y posmodernidades.

Podría ir al psiquiatra, pero están tan deprimidos los psiquiatras que, salvo los dedicados al tráfico de manuscritos falsos de Lacan, han situado los divanes ante el espejo del retrete y se preguntan: ¿quién soy, de dónde vengo, adónde voy? Y me han dicho que los notarios... Fatal.

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